PUBLICADA en EL DIARIO MONTAÑÉS
Viernes, 17 de mayo de 2013
Decía Séneca que el lenguaje de la verdad
debe ser simple y sin artificios. Por eso a pagar impuestos lo llaman esfuerzo
fiscal, para tratar de disimular que ser cántabro sale caro, concretamente
cuesta 782 euros al año más que ser vasco. Eso que aquí no hay Ikea. Con esta
fogosa temperatura tributaria cualquier día leeremos en el periódico que ha
estallado un ciudadano en Riotuerto sometido a una excesiva presión fiscal.
Es más, al parecer somos los pagafantas de
España, los que soportamos más impuestos, más días de lluvia, los turistas de
cruceros más tacaños, la catenaria más frágil del país y hasta una plaga de
avispas asiáticas que fagocitan nuestras abejas, precisamente ahora que
Naciones Unidas recomienda comer insectos para matar el hambre. Aduce que son
un recurso desperdiciado, como algunos de los sueldos que cobran quienes
inspiran estas soluciones.
Cada vez pagamos más por menos, pero a
cambio tenemos una feria de abril en cada ayuntamiento, el efímero espejismo
del maná del Mundial de Vela, 47.000 viviendas vacías, yogures inmortales,
competiciones de canicross y vuelos de bajo coste, para que podamos practicar
desde Parayas el eufemismo de la movilidad laboral, emigrar con un billete de
ida sin vuelta a la conquista de un futuro en otro rincón de Europa donde
sacudirnos, según dice un experto, el provincianismo cultural que nos embriaga.
Precisamente ahora que vamos a renovar otra vez los jardines de Pereda, y que
hasta hemos convertido la imagen de la cuna de la Universidad Internacional
Menéndez Pelayo en la estampa de Gran Hotel.
La ciudadanía cántabra cotiza en máximos
históricos. Somos los españoles que más cara pagan su identidad. Ahora que nos
sabemos tan exprimidos a impuestos habrá algunos que se deslocalicen, como las
empresas, en busca de otra identidad más económica, con la que puedan llegar a
fin de mes.
Entre
la vida y yo hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la
vida no puedo tocarla,
recitaba Pessoa. Detrás del trampantojo de la bahía, detrás de la postal, hay,
al parecer, otra vida más barata.