martes, 30 de octubre de 2012

Allí termina el hombre


Ayer falleció Antonio Meño, un nombre que no representa a nadie y que somos a la vez todos. Un ciudadano que entró en un quirófano para operarse la nariz y salió en coma, por la negligencia de un anestesista que ha quedado impune.
Llevaba veintitrés años en coma atendido por sus padres. Una familia que cuando puso el asunto en manos de la justicia solo recibió más dolor, más miseria y más desamparo. El feroz instinto de protección de algunos profesionales sanitarios implicados impidió demostrar la verdad. Pero no contentos con eso, después de casi veinte años de pleitos, la familia agotó la vía civil y la penal para reclamar una indemnización, y en 2009 el Tribunal Supremo decidió que no tenía derecho a nada y la condenó a pagar 400.000 euros en costas. Les embargaron la vivienda. Confiar en el sistema judicial español les costó todo. Se quedaron sin nada, abrazados al cuerpo vegetal de su hijo. Esa fue la justicia que tuvieron.

Nada tiene que perder quien lo ya lo ha perdido todo. Así que la familia de Antonio inició una nueva batalla por su dignidad y por sus derechos. Si es preciso sucumbir, enfrentémonos antes con el azar, dijo Tácito. Se instalaron con su hijo en una tienda de campaña delante del Ministerio de Justicia, donde todos los madrileños pudieron contrastar su vergonzosa historia y respirar el amargo aroma que destila la injusticia. 522 días. 17 meses. Casi un año y medio. Un invierno y otra primavera. Bajo la impávida mirada de los políticos, los jueces, la lluvia, los vecinos, el frío, los ciudadanos, las luces de navidad y el sol. El verdugo de Antonio, en silencio.

Un proverbio chino dice que el momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos. Cuando no esperaban nada, el destino se puso de su parte el día en que el cirujano Ignacio Frade, que había presenciado la operación e ignoraba el fatal desenlace, pasó por delante del improvisado campamento de la familia de Antonio. Gracias a su testimonio el Tribunal Supremo reabrió la causa. El anestesista no estaba presente en el quirófano cuando hubo complicaciones.
La familia llegó a un acuerdo y aceptó una indemnización de un millón de euros que puso fin a veintidós años de litigio. “Hemos vendido a nuestro hijo por dinero, pero no teníamos fuerzas para  enfrentarnos a otros diez años de juicios”, se lamentó la madre. Un remordimiento que conmueve en una sociedad donde, especialmente los ricos y poderosos, no demuestran ningún escrúpulo ni cuando se quedan el dinero que no les corresponde, ni cuando cobran escandalosas pensiones ni indemnizaciones.

La justicia en España es cada día más injusta para los que menos tienen. Especialmente con las nuevas tasas judiciales que entrarán en vigor el año que viene. Recurrir una multa de cien euros costará doscientos. Demandar un impago de una factura, también. Y para poder recurrir un despido en segunda instancia habrá que pagar 500 euros. Si, además, usted inicia el procedimiento y el juez no le da la razón, pagará las costas. Como les pasó a los padres de Antonio, que perdieron todo su patrimonio por ejercer su derecho a la justicia.

Antonio murió ayer por segunda vez. La primera lo hizo en la mesa de operaciones de aquel 3 de julio de 1989. El anestesista se llama Francisco González y sigue ejerciendo. Una historia que representa el fracaso del sistema. Donde comienza el estado, allí termina el hombre.  Nietzche.