Ayer falleció Antonio Meño, un
nombre que no representa a nadie y que somos a la vez todos. Un ciudadano que
entró en un quirófano para operarse la nariz y salió en coma, por la negligencia
de un anestesista que ha quedado impune.
Llevaba veintitrés años en coma
atendido por sus padres. Una familia que cuando puso el asunto en manos de la justicia
solo recibió más dolor, más miseria y más desamparo. El feroz instinto de
protección de algunos profesionales sanitarios implicados impidió demostrar la
verdad. Pero no contentos con eso, después de casi veinte años de pleitos, la
familia agotó la vía civil y la penal para reclamar una indemnización, y en
2009 el Tribunal Supremo decidió que no tenía derecho a nada y la condenó a
pagar 400.000 euros en costas. Les embargaron la vivienda. Confiar en el
sistema judicial español les costó todo. Se quedaron sin nada, abrazados al
cuerpo vegetal de su hijo. Esa fue la justicia que tuvieron.
Nada tiene que perder quien lo ya
lo ha perdido todo. Así que la familia de Antonio inició una nueva batalla por
su dignidad y por sus derechos. Si es preciso sucumbir, enfrentémonos antes con
el azar, dijo Tácito. Se instalaron con su hijo en una tienda de campaña
delante del Ministerio de Justicia, donde todos los madrileños pudieron contrastar
su vergonzosa historia y respirar el amargo aroma que destila la injusticia.
522 días. 17 meses. Casi un año y medio. Un invierno y otra primavera. Bajo la
impávida mirada de los políticos, los jueces, la lluvia, los vecinos, el frío, los
ciudadanos, las luces de navidad y el sol. El verdugo de Antonio, en silencio.
Un proverbio chino dice que el
momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por
nosotros mismos. Cuando no esperaban nada, el destino se puso de su parte el
día en que el cirujano Ignacio Frade, que había presenciado la operación e
ignoraba el fatal desenlace, pasó por delante del improvisado campamento de la
familia de Antonio. Gracias a su testimonio el Tribunal Supremo reabrió la
causa. El anestesista no estaba presente en el quirófano cuando hubo
complicaciones.
La familia llegó a un acuerdo y
aceptó una indemnización de un millón de euros que puso fin a veintidós años de
litigio. “Hemos vendido a nuestro hijo por dinero, pero no teníamos fuerzas
para enfrentarnos a otros diez años de
juicios”, se lamentó la madre. Un remordimiento que conmueve en una sociedad
donde, especialmente los ricos y poderosos, no demuestran ningún escrúpulo ni
cuando se quedan el dinero que no les corresponde, ni cuando cobran
escandalosas pensiones ni indemnizaciones.
La justicia en España es cada día
más injusta para los que menos tienen. Especialmente con las nuevas tasas
judiciales que entrarán en vigor el año que viene. Recurrir una multa de cien
euros costará doscientos. Demandar un impago de una factura, también. Y para
poder recurrir un despido en segunda instancia habrá que pagar 500 euros. Si,
además, usted inicia el procedimiento y el juez no le da la razón, pagará las
costas. Como les pasó a los padres de Antonio, que perdieron todo su patrimonio
por ejercer su derecho a la justicia.
Antonio murió ayer por segunda
vez. La primera lo hizo en la mesa de operaciones de aquel 3 de julio de 1989. El
anestesista se llama Francisco González y sigue ejerciendo. Una historia que
representa el fracaso del sistema. Donde
comienza el estado, allí termina el hombre. Nietzche.