Homer
Simpson ha votado por Ronmey, porque la mujer de Obama es una fanática de las
verduras –y al padre de Bart le repugna la comida sana- y porque, tras la
polémica reforma sanitaria del actual presidente, el abuelo sigue vivo, ha
explicado en el inicio de la nueva temporada de la serie.
Hay
muchas explicaciones sobre el trasfondo mental que incita al voto. Pero muchos
ciudadanos comparten la motivación de Homer: Votar contra lo que no les gusta,
por descarte. Michelle come alcachofas y a mi me van los donuts, luego entonces
voto a Mitt.
Con
estos mimbres, esta desafortunada elección entre lo malo y lo peor, tenemos que
ir superando etapas democráticas; aún a sabiendas de que nuestro voto no ha ido
a parar a nadie en quién confiemos, sino a quien se muestra menos agresivo con
nuestros intereses y convicciones. El ejercicio en las urnas sirve para
reprender pero pocas veces para reforzar unas convicciones, excepto para un
limitado ejército de convencidos y contribuyentes de la cuota militante.
Probablemente
este singular sistema de selección es herencia e influencia de la propia
conducta política, cuyos líderes apelan constantemente al ‘y tu más’ cuando son
pillados en falta. Este método genera una pestilente pirámide de despropósitos,
que equivale a entablar una estúpida competición por ver quién lo hace peor, y
que es moneda de cambio común en el debate político, si es que aún se puede
denominar así.
Dicen
que nuestro cerebro está educado para escuchar solo lo que quiere oir, lo que contribuye
a minorar la eficacia de los mensajes y campañas políticas. Así, los
convencidos, por tanto, se tapan la nariz e intentan buscar en las filas de la
competencia política, otra equivalencia, otro ejemplo, que huela igual de mal o
peor.
El
resto de ciudadanos no siempre realizamos un escrutinio intelectual. Más bien
nos conformamos con contribuir a que determinados partidos se alternen en el poder, fruto del desencanto que nos hace percibirlos como iguales. E incluso cabe la posibilidad, de que si ningún partido político
nos ha provocado suficiente indignación como para votar a su contrario, simplemente
nos quedemos en casa y optemos por la abstención, ignorando que también es una
fuerza decisiva por lo que de alguna manera estamos manifestándonos en contra
de nuestra voluntad.
No
se por qué presumo que en esta ocasión las elecciones norteamericanas se
decidirán por este primario sistema de selección. Porque los ciudadanos
progresistas no tienen opciones, ni candidato que les represente. Nadie ajusta
cuentas a Obama de su verdadero fracaso, que no es la economía, ni el seguro
médico, sino su rotunda traición a los valores que le hicieron presidente hace
cuatro años, y que le condecoraron –a la vista está que con demasiada ligereza-
con la ejemplar medalla del Premio Nobel de la Paz, galardón que ha deshonrado
sin sonrojo y sin consecuencia política alguna, que es tal vez lo más pasmoso.
Aspiró
a cambiar el mundo con las palabras. Hasta que ganó las elecciones y salió a
reducir ese acerado corazón de barras y estrellas que –casi- todo patriota
norteamericano lleva dentro. Ese otro Obama –muy distinto al cálido y didacta
defensor de los derechos humanos- que tuvo la sangre fría de ordenar y ver en
directo el asesinato del terrorista Ben Laden. Lo que, por desgracia, le
convirtió en su igual. En una persona que renuncia al estado de derecho para
librar las batallas con la violencia de sangre y fuego que tanto parecía abominar.
Obama
confundió la justicia con la venganza. Asesinó al terrorista, en lugar de
detenerle y juzgarle. Y ahora amenaza con abundar en el error en un nuevo
escenario. Prometió justicia para el embajador estadounidense asesinado en
Libia por el grupo Ansar Al- Sharia, simpatizantes de Al Qaia. Pero en realidad
planea ejecutar una nueva venganza con sello yanqui, y prepara
un conjunto de represalias por el atentado. Un plan del Pentágono y la CIA que
incluye bombardeos con aviones sin piloto.
Cuesta
asimilar que la ciudadanía estadounidense, aún adormecida por la promesa
incumplida del sueño americano, no se haya despertado del encantamiento para
exigir, con la contundencia que la acción
merece, responsabilidad al pacifista y Nobel Obama que ha jugado a la guerra
con más determinación y encono que George Bush –padre e hijo-, quienes con sus
aventuras militares se limitaron a cumplir lo que ya avanzaron en sus promesas
electorales, por muy deplorables que fuesen sus acciones.
En
realidad, a la hora de votar muchas veces no buscamos razones sino excusas. Por
eso habrá quien siga confiando en Obama, fingiendo que su oponente es peor. Tal
vez, a falta de una opción mejor, voten lo que voten, estarán equivocándose. Eso
sí, de forma absolutamente democrática. Y como dice Paul Auster, para los que
no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión. Y es, a la vez, el
peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás,
en palabras del archicitado Churchill. Eso sí, Homer Simpson corre el riesgo de que le gobierne el marido de una fanática del brócoli.