viernes, 1 de marzo de 2013

El cobertizo interior


Los científicos han identificado una molécula que provoca el envejecimiento cerebral, aunque el descubrimiento no parece haber suscitado tanto entusiasmo como el bótox, en una sociedad obsesionada por presumir de un caparazón estirado e impecable y que se emplea más a fondo en prevenir la decadencia física que el declive mental.  

Probablemente se han destinado más recursos a investigar cómo combatir las arrugas y la celulitis que a explorar los resortes de la memoria, entender cómo nacen las ideas y potenciar la ciencia. A base de Pilates, ungüentos de veneno de serpiente, drenajes, baba de caracol y liftings, nos creemos capaces de engañar al tiempo. Nos han convencido de que seremos jóvenes mientras mantengamos las nalgas duras como piedras a base de prótesis o gimnasio, firme el pecho, mejillas infladas con bótox, labios tamaño XL y los párpados estirados hasta las orejas.

Ansiamos ser más guapos, pero no necesariamente más listos. Más delgados, pero no más cultos. Todo el mundo nos recomienda ir al gimnasio, hacer deporte, cuidar el cuerpo. Nadie nos anima con la misma convicción a pisar las bibliotecas, a fortalecer nuestro conocimiento.
El paso del tiempo no se representa en el espejo ajado de nuestro rostro, sino que anida en un cobertizo interior. Susan Sontag decía que el miedo a envejecer es usar mal el presente, porque uno no está viviendo la vida que desea.
Deberíamos temer que se nos apagasen los recuerdos, pero no que éstos prendiesen en los surcos de la piel, como la topografía sentimental de nuestra memoria, el testamento del tránsito vital recorrido.

Pero la vanidad estética nos vence, aunque solo sea una forma de vivir hacia atrás, enganchados a un pretérito al que no volveremos y del que no podemos sacudirnos. Arrugarse no es envejecer, es cambiar. Es vivir con los recuerdos tatuados en la piel. Envejecemos de verdad cuando nuestro cerebro deja de funcionar con la misma velocidad, cuando se esfuman los recuerdos. 

El mundo se derrumba, y dicen las malas lenguas que Baltasar Garzón y Cristina Fernández de Kirchner se enamoran. Él tiene una cabeza brillante, y ella un soberano exceso de bótox por encima de sus posibilidades estéticas.