Alguien se ha dejado la luz encendida en el primer piso del edificio vacío.
El asunto es inquietante porque ni siquiera sabía que estaba habitado. Hace más
de diez años que se fueron los últimos inquilinos y desde entonces las siete
plantas están vacías. La pintura de las ventanas de madera se ha borrado y
algunas persianas se han desprendido y yacen desvencijadas sobre el
alfeizar. Desde otras apenas se ve el interior de las habitaciones porque el
tiempo ha ido volviendo opacos los cristales.
En el quinto hay uno roto y por ese hueco se cuelan las palomas. La
terraza tiene una tejavana de uralita, que suena con un peculiar traqueteo
cada vez que sopla el sur. Es un edificio grande, esbelto y rotundo, con
relieves de adorno en algunos de los pliegues de las cornisas blancas.
Ayer por la noche, al ir a cerrar la ventana, vi una lámpara de pie
encendida en el primero. Extrañamente los cristales están desnudos, sin
cortinas. Veo una mesa de madera oscura con un ordenador negro, un sillón, una
papelera y un perchero. Me sorprendió que fueran las diez y la luz siguiese
prendida.
Pero es que esta mañana seguía igual. A mediodía, también, y por la
noche. la bombilla seguía todavía prendida. Como si alguien hubiese salido a la
cocina a prepararse la cena y fuese a aparecer de un momento a otro. Una
estancia vacía con una luz encendida es un lugar que espera a alguien. O una
ausencia inquietante, inesperada. Sí, eso es. Un suceso repentino. Algo tuvo
que pasar para que esta oficina, siempre a oscuras, oculta tras una persiana, se
haya revelado ahora a nosotros. Se exhiba así, de esta forma tan perturbadora.
Es una oficina sin personas. Ahora caigo en que tampoco tiene alfombra.
Hay algo extraño en la habitación que le hace parecer desnuda, como si solo
fuese un escenario. Sobre la mesa hay un ratón sin alfombrilla y un cuaderno,
que podría ser una agenda azul. No alcanzo a ver nada más, porque desde mi
ventana solo percibo parcialmente la estancia. La lámpara tiene un sombrero, una
mampara de campana blanca muy clásica. En nuestro viejo salón había una así,
sobre un pie de bronce. El día que la jubilamos ya era un poco amarilla. Antes
de despedirnos de ella las hermanas Agüero la decoramos con rotuladores. La
vimos marcharse desde la ventana abrazada a un señor de buzo azul y nos daba la
risa que nuestra ridícula obra pictórica se estuviese exhibiendo en la calle.
Después la metieron en un camión y se la llevaron. Con ella se fueron las
primeras lecturas con mamá. La pequeña se sentaba en su regazo, Bego y yo cada
una en un brazo del sillón. Ella nos tomaba la lección o nos leía cuentos.
Debajo de esa lámpara nos enseñó a dar puntadas sobre un trapo viejo y luego
aprendimos a manejar las agujas de punto. Allí se hacían las confidencias en los ratos de costura.
Cuando mamá no estaba yo me sentaba en su lugar ,y la mediana y pequeña Agüero
ocupaban los brazos del sillón. También él se marchó unos días antes que la
lámpara, con su compañero gemelo –la butaca de la abuela Estrella- y el sofá de
papá. Cada uno tiene un sitio, así fue en el salón y así era en el comedor y en
la cocina. Jamás se nos ocurrió alterarlo. Después llegó otra lámpara moderna,
sin mampara blanca. Y otros sillones. Pero ya no éramos seis para habitarlos.
Aquí están, huérfanos como los bancos de un parque umbrío.
La lámpara se prendía tirando de una cadena delgada de diminutas bolas
doradas rematada con una borla granate. Era tan suave que nos hacía cosquillas
cuando nos acariciábamos con ella la cara. La luz era amarilla y si mirabas por
debajo de la mampara la bombilla te cegaba los ojos. En casa de Petrita hay una
parecida, queda al descubierto cuando sube las persianas hasta arriba. Cosa que
solo ocurre con escasa frecuencia, si tiene invitados a comer. Siempre pone
canapés de jamón york, queso, langostino y mahonesa, un plato de sopa y redondo
de ternera con puré de patata. Una vez en aquel comedor antiguo de madera, miré
los candelabros de bronce y la lámpara, y al meter la cuchara en la boca me
sacudió un relámpago de nostalgia, una congoja infinita.
El caso es que todos los vecinos se han dado cuenta. El misterio del
despacho con la luz encendida nos tiene atrapados en una minúscula intriga que
en este largo confinamiento, 46 días, supone toda una novedad.
Es evidente que alguien entró ayer en esa oficina y en un descuido se
marchó sin apagar la luz y dejó las cortinas abiertas. Es demasiado raro. No
parece probable que alguien tenga un despiste así. ¿Y si hubiese alguien
todavía dentro? estoy dando por hecho que lo que veo es la realidad. Pero solo
soy capaz de percibir una esquina de la estancia, ni siquiera toda la
habitación. Puede ser que esa lámpara ilumine otra escena que se escapa a mi
vista porque transcurre al fondo.
También me pregunto qué ha ido a hacer ahí. Es un despacho o una
oficina. Pero no puede ser un servicio esencial, no debería estar ocupada en
este estado de alarma. Aunque siendo objetivos, el asunto se ha empezado a
reblandecer. Mis vecinos, por ejemplo, se han empezado a ‘desescalar’ solos,
sin esperar las instrucciones de la autoridad. Enfrente tenemos un despacho de
abogados donde ya cumplen su horario laboral normal. Los primeros días venían a
escondidas y se escapaba la luz por las grietas de las persianas bajadas. Ahora, con menos reparos, ya las levantan a media asta. Qué decir de las salidas diarias de Pulcro, Paco y don Ramón.
El hijo de Conchita y Pepe ha descubierto la libertad y aprovecha la
hora de alivio infantil –que Emilio cronometra con insultante tacañería- para
colarse por el descampado y llegar hasta nuestro patio roto. Pasa sesenta
minutos con los gatitos recién nacidos. “¿Para
eso sales de casa? vete al muelle a ver la bahía”, le espetó ayer
Marichelo. “Damián solo va a casa de Rebeca y a él no le decís nada”, respondió el niño. Es cierto, ya se 'descalarán' por si solos cuando se les pase la efervescencia.