viernes, 1 de mayo de 2020

DÍA 47: La comunión del niño de Conchita y Pepe



El niño de Conchita y Pepe se ha enterado de que no puede hacer la comunión. Iba a ser el 9 de junio, pero ha quedado retrasada esperando mejores nuevas. Se ha quedado tan desilusionado que esta mañana, en cuanto abrí la ventana de la cocina, su madre me ha pedido que interceda con mi tía la monja, que es la catequista de Miguelín. Pero mucho me temo que sor Carmela no podrá alterar el calendario de la “nueva normalidad”. Cuando pongo el telediario me siento dentro de una fantasía distópica, nos ha dado por hablar en unos términos ridículos, de película de ciencia ficción.
El caso es que Miguelín se ha puesto a llorar el disgusto por la ventana del patio y todos nos hemos ido asomando con palabras amables, que no han conseguido levantarle el ánimo. Para colmo, esta mañana pronto se puso a llover y aprovechó su hora de salvoconducto infantil para bajar una manta y un paraguas a la familia de gatos. Lo del paraguas, al principio, me pareció raro. Con la manta hizo una cuna, doblándola sobre sí misma, y el paraguas lo abrió y lo dejó posado en el suelo. Vamos, que ha construido una tienda de campaña para que se resguarden. Durante toda la operación no ha parado de lloriquear, a veces con más intensidad y lágrimas, y otros ratos con pequeños sollozos más dispersos.
El niño es muy pío. Eso lo sabemos. Porque predica a los gatitos y a los pájaros emulando a San Francisco. Si está la ventana abierta le escuchamos recitar las oraciones por la noche. Después de cenar, junta las manos casi en puños, baja la cabeza sobre el mantel y oímos el murmullo de sus letanías. Cuando se traba u olvida una palabra vuelve a empezar desde el principio. Dice que se pone penitencia.

Quizá a esa edad sea común tener algún arrebato místico. A mí una vez en el colegio me mandaron escribir una oración con la palabra zumo y después de rezar todo lo que sabía, concluí que era un imposible. Gracias a la confusión, hoy, puedo asegurar con toda certeza que ni el credo, ni el padrenuestro ni ningún ave maría emplean tal término.

Tocaron las campanas de la catedral a la hora del ángelus y el hijo de Conchita y Pepe seguía completamente abatido. Al participar, los vecinos, de la ceremonia de aplaudir a Petrita -ya perfectamente restablecida- las Pérez se han enterado del disgusto del chiquillo y se han sumado a los lamentos. Ellas tampoco podrán estrenar los trajes que se han hecho, en la modista de Madrid, para ir a la comunión de su sobrina nieta. Petrita pide detalles y Juani explica que cada una va de un color. Como las tres hadas madrinas de la Bella Durmiente. Se habían comprado ya hasta los zapatos. Florita se pone los suyos todos los días para andar por el pasillo.
Entonces Petrita dice que se va a poner el traje azul celeste para ir el lunes a la peluquería, que tenemos enfrente de casa. Es la clienta más veterana, más que la propietaria que se jubiló ya hace años. Ahora el salón lo lleva su hija, que lo ha modernizado mucho. Pero mantiene una reliquia. Un secador de pie, de los antiguos, donde ya solo Petrita –lo conservan como deferencia a su fidelidad- mete la cabeza con los rulos y la redecilla en el casco de aire caliente mientras lee el Hola. Para Petrita, todo ha de seguir siendo como fue. Por eso, un día que intentaron hacerle unas mechas con papel de plata se asustó tanto que casi se desmaya. Tuvo que venir la antigua propietaria a decretar un protocolo especial que, desde entonces, se sigue a rajatabla. Incluye el tradicional cardado y toneladas de laca.
Las Pérez van a la misma peluquería pero ya no meten la cabeza debajo del secador de casco. La mayor usa un tono castaño claro, más tenue la mediana y ya rubio la pequeña. Vamos, que el color del pelo va degradando intensidad de mayor a menor creando un efecto cromático muy curioso cuando las ves en fila.

Cuando me he puesto a comer, el niño seguía muy triste mirando los gatos desde su ventana. Eso que a Rebeca se le ha caído el móvil al patio y  nos hemos reído mucho porque una gaviota se lanzó sobre él y lo estuvo picoteando. Pues el niño nada, todo serio. Mi vecina tiene la costumbre de hablar por teléfono mientras cuelga la ropa sujetando el aparato entre el hombro y el cuello. Dicen que estaba haciendo arrumacos con Damián el platas porque hablaba con voz suave y melosa. Hasta que se resbaló y al estrellarse con el suelo se conectó el micrófono. Así que escuchábamos una voz masculina: “¡Rebe! ¿qué pasa?, ¿Estás bien? oigo ruidos raros...”. “Cuelga, cuelga”, gritaba inútilmente ella desde arriba.
Rebeca estaba tan desconsolada como Miguelín. Entonces Emilio y don Ramón propusieron que el crío fuese a rescatar el aparato, antes de que se lo llevase una urraca. Como si alguna visitase mi patio con frecuencia. La gaviota después de manosearlo, lo había dejado allí abandonado a su suerte. Eso sí, el interlocutor por fin colgó después de largo rato pidiendo explicaciones. “Por lo menos funciona”, le consoló Matilde.
La verdad es que ha tenido la suerte de caer sobre el colchón de hierba del patio roto. Miguelín es el único que, por su reducida dimensión, puede colarse por el hueco de la tapia y llegar hasta los gatos. Pura no cabe y tiene que dejarles la comida en la otra orilla.
Pero el niño no quiere bajar porque dice que ya ha consumido la hora de paseo. Es muy formal y no quiere saltarse las normas. Los padres y otros vecinos le insisten en que no pasa nada. Rebeca, desesperada, le ofrece veinte euros de recompensa. Los padres aplauden y aumentan la presión sobre el chiquillo. Al final, se enfadan con él y le obligan a bajar. Le acompaña el padre que hace guardia en la tapia. Hoy no hay nadie, porque llueve y no han venido las familias del descampado. Cuando el niño llega al patio los gatitos están jugando con el teléfono. Se entretiene un rato con ellos hasta que el padre le reclama con impaciencia. Rebeca aplaude la operación con regocijo desde la ventana. Pepe padre se lo ha llevado a la puerta de casa.

El niño sigue triste. Así que, al fin, he llamado a sor Carmela. Qué más quería mi tía monja que una excusa para salir del convento. He tenido que convencerla para que hable con Miguelín por teléfono. Ha prometido llamarle cuando acabe la oración vespertina.
Mientras tanto he estado recordando cuando nuestra niña Pili iba a catequesis con Sindo, un señor que tenía un chiste para todo. La verdad es que lo de Pili tuvo su gracia. La  sabotearon la comunión. El propio cura. Después de estar tres años de preparaciones espirituales, Pili al fin iba a hacer la comunión. La iban a vestir de calle, que se dice. Pero desempolvamos el vestido blanco y largo de las Agüero que, con la suya, ha servido ya para cuatro ceremonias.
Aquel domingo, le habían tomado la medida y estaban hilvanados hasta los bajos. Pili fue a misa e hizo de monaguilla, como en otras ocasiones, acompañada de otras dos niñas más mayores. Estaban las tres en fila en el momento de la comunión. Don Francisco acercó el cáliz y una por una les dio de comulgar a todas. A Pili, también. “¿Pero tú por qué abriste la boca?”, le increpaba mi madre después. “Porque lo dijo el cura”, justificó. “Y porque tenía ganas de probar la galleta”, confesó después.
Lo cierto es que estuvo un poco molesta por la repercusión de aquella falsa primera vez. De hecho, hubo un profundo debate sobre quien tenía la culpa del incidente –el sacerdote o la cría- y si aquella comunión extraoficial anticipada, era pecado. “Será pecado para él”, zanjó hosca Pili. Y así quedó la cosa. La Santa Madre Iglesia corrió un tupido velo y Pili ‘recomulgó’ en su segunda comunión oficial como si nada hubiese ocurrido.  

Al fin, la tía monja ha tranquilizado al niño de Conchita y Pepe. Después de conocer sus razones nos hemos solidarizado con el desconsuelo del chiquillo, porque el asunto va más allá del berrinche.
Esta mañana cuando se enteró de que no puede hacer la comunión –le explicó a sor Carmela- lloraba porque tenía miedo a que, para septiembre, se le olvidasen las oraciones. “Sobre todo el credo, que es muy largo”, suspiraba el pobre.
Pero después la congoja fue en aumento, porque antes de la cuarentena ya se había confesado, y ahora teme que no pueda aguantar hasta septiembre sin cometer algún pecado. “¿Si sales de casa dos veces aunque esté prohibido, es pecado?, ¿aunque te manden los padres a coger una cosa al patio?”, inquirió el niño.
El dilema de Miguelín. No sabe que es peor, ni que va primero. Si la obediencia a los padres o a las normas. Ahora se entiende que el crío esté en un sinvivir con este debate entre penitencia o multa.