El niño de Conchita y Pepe se ha enterado de que no puede hacer la
comunión. Iba a ser el 9 de junio, pero ha quedado retrasada esperando mejores
nuevas. Se ha quedado tan desilusionado que esta mañana, en cuanto abrí la
ventana de la cocina, su madre me ha pedido que interceda con mi tía la monja,
que es la catequista de Miguelín. Pero mucho me temo que sor Carmela no podrá
alterar el calendario de la “nueva normalidad”. Cuando pongo el telediario me
siento dentro de una fantasía distópica, nos ha dado por hablar en unos términos
ridículos, de película de ciencia ficción.
El caso es que Miguelín se ha puesto a llorar el disgusto por la ventana
del patio y todos nos hemos ido asomando con palabras amables, que no han
conseguido levantarle el ánimo. Para colmo, esta mañana pronto se puso a llover
y aprovechó su hora de salvoconducto infantil para bajar una manta y un
paraguas a la familia de gatos. Lo del paraguas, al principio, me pareció raro.
Con la manta hizo una cuna, doblándola sobre sí misma, y el paraguas lo abrió y
lo dejó posado en el suelo. Vamos, que ha construido una tienda de campaña para
que se resguarden. Durante toda la operación no ha parado de lloriquear, a
veces con más intensidad y lágrimas, y otros ratos con pequeños sollozos más
dispersos.
El niño es muy pío. Eso lo sabemos. Porque predica a los gatitos y a los
pájaros emulando a San Francisco. Si está la ventana abierta le escuchamos
recitar las oraciones por la noche. Después de cenar, junta las manos casi en
puños, baja la cabeza sobre el mantel y oímos el murmullo de sus letanías.
Cuando se traba u olvida una palabra vuelve a empezar desde el principio. Dice
que se pone penitencia.
Quizá a esa edad sea común tener algún arrebato místico. A mí una vez en
el colegio me mandaron escribir una oración con la palabra zumo y después de
rezar todo lo que sabía, concluí que era un imposible. Gracias a la confusión,
hoy, puedo asegurar con toda certeza que ni el credo, ni el padrenuestro ni
ningún ave maría emplean tal término.
Tocaron las campanas de la catedral a la hora del ángelus y el hijo de
Conchita y Pepe seguía completamente abatido. Al participar, los vecinos, de la
ceremonia de aplaudir a Petrita -ya perfectamente restablecida- las Pérez se
han enterado del disgusto del chiquillo y se han sumado a los lamentos. Ellas
tampoco podrán estrenar los trajes que se han hecho, en la modista de Madrid,
para ir a la comunión de su sobrina nieta. Petrita pide detalles y Juani
explica que cada una va de un color. Como las tres hadas madrinas de la Bella
Durmiente. Se habían comprado ya hasta los zapatos. Florita se pone los suyos todos
los días para andar por el pasillo.
Entonces Petrita dice que se va a poner el traje azul celeste para ir el
lunes a la peluquería, que tenemos enfrente de casa. Es la clienta más
veterana, más que la propietaria que se jubiló ya hace años. Ahora el salón lo
lleva su hija, que lo ha modernizado mucho. Pero mantiene una reliquia. Un
secador de pie, de los antiguos, donde ya solo Petrita –lo conservan como
deferencia a su fidelidad- mete la cabeza con los rulos y la redecilla en el
casco de aire caliente mientras lee el Hola. Para Petrita, todo ha de seguir
siendo como fue. Por eso, un día que intentaron hacerle unas mechas con papel
de plata se asustó tanto que casi se desmaya. Tuvo que venir la antigua
propietaria a decretar un protocolo especial que, desde entonces, se sigue a
rajatabla. Incluye el tradicional cardado y toneladas de laca.
Las Pérez van a la misma peluquería pero ya no meten la cabeza debajo
del secador de casco. La mayor usa un tono castaño claro, más tenue la mediana
y ya rubio la pequeña. Vamos, que el color del pelo va degradando intensidad de
mayor a menor creando un efecto cromático muy curioso cuando las ves en fila.
Cuando me he puesto a comer, el niño seguía muy triste mirando los gatos
desde su ventana. Eso que a Rebeca se le ha caído el móvil al patio y nos hemos reído mucho porque una gaviota se
lanzó sobre él y lo estuvo picoteando. Pues el niño nada, todo serio. Mi vecina
tiene la costumbre de hablar por teléfono mientras cuelga la ropa sujetando el
aparato entre el hombro y el cuello. Dicen que estaba haciendo arrumacos con Damián el platas porque hablaba con voz suave y
melosa. Hasta que se resbaló y al estrellarse con el suelo se conectó el
micrófono. Así que escuchábamos una voz masculina: “¡Rebe! ¿qué pasa?, ¿Estás bien? oigo ruidos raros...”. “Cuelga, cuelga”, gritaba inútilmente ella
desde arriba.
Rebeca estaba tan desconsolada como Miguelín. Entonces Emilio y don
Ramón propusieron que el crío fuese a rescatar el aparato, antes de que se lo
llevase una urraca. Como si alguna visitase mi patio con frecuencia. La gaviota
después de manosearlo, lo había dejado allí abandonado a su suerte. Eso sí, el
interlocutor por fin colgó después de largo rato pidiendo explicaciones. “Por lo menos funciona”, le consoló
Matilde.
La verdad es que ha tenido la suerte de caer sobre el colchón de hierba
del patio roto. Miguelín es el único que, por su reducida dimensión, puede
colarse por el hueco de la tapia y llegar hasta los gatos. Pura no cabe y tiene
que dejarles la comida en la otra orilla.
Pero el niño no quiere bajar porque dice que ya ha consumido la hora de
paseo. Es muy formal y no quiere saltarse las normas. Los padres y otros
vecinos le insisten en que no pasa nada. Rebeca, desesperada, le ofrece veinte
euros de recompensa. Los padres aplauden y aumentan la presión sobre el
chiquillo. Al final, se enfadan con él y le obligan a bajar. Le acompaña el
padre que hace guardia en la tapia. Hoy no hay nadie, porque llueve y no han
venido las familias del descampado. Cuando el niño llega al patio los gatitos
están jugando con el teléfono. Se entretiene un rato con ellos hasta que el padre
le reclama con impaciencia. Rebeca aplaude la operación con regocijo desde la
ventana. Pepe padre se lo ha llevado a la puerta de casa.
El niño sigue triste. Así que, al fin, he llamado a sor Carmela. Qué más
quería mi tía monja que una excusa para salir del convento. He tenido que convencerla
para que hable con Miguelín por teléfono. Ha prometido llamarle cuando acabe la
oración vespertina.
Mientras tanto he estado recordando cuando nuestra niña Pili iba a
catequesis con Sindo, un señor que tenía un chiste para todo. La verdad es que
lo de Pili tuvo su gracia. La sabotearon
la comunión. El propio cura. Después de estar tres años de preparaciones
espirituales, Pili al fin iba a hacer la comunión. La iban a vestir de calle,
que se dice. Pero desempolvamos el vestido blanco y largo de las Agüero que,
con la suya, ha servido ya para cuatro ceremonias.
Aquel domingo, le habían tomado la medida y estaban hilvanados hasta los
bajos. Pili fue a misa e hizo de monaguilla, como en otras ocasiones,
acompañada de otras dos niñas más mayores. Estaban las tres en fila en el
momento de la comunión. Don Francisco acercó el cáliz y una por una les dio de
comulgar a todas. A Pili, también. “¿Pero
tú por qué abriste la boca?”, le increpaba mi madre después. “Porque lo dijo el cura”, justificó. “Y porque tenía ganas de probar la galleta”,
confesó después.
Lo cierto es que estuvo un poco molesta por la repercusión de aquella
falsa primera vez. De hecho, hubo un profundo debate sobre quien tenía la culpa
del incidente –el sacerdote o la cría- y si aquella comunión extraoficial anticipada,
era pecado. “Será pecado para él”,
zanjó hosca Pili. Y así quedó la cosa. La Santa Madre Iglesia corrió un tupido
velo y Pili ‘recomulgó’ en su segunda comunión oficial como si nada hubiese ocurrido.
Al fin, la tía monja ha tranquilizado al niño de Conchita y Pepe. Después
de conocer sus razones nos hemos solidarizado con el desconsuelo del chiquillo,
porque el asunto va más allá del berrinche.
Esta mañana cuando se enteró de que no puede hacer la comunión –le explicó
a sor Carmela- lloraba porque tenía miedo a que, para septiembre, se le olvidasen
las oraciones. “Sobre todo el credo, que
es muy largo”, suspiraba el pobre.
Pero después la congoja fue en aumento, porque antes de la cuarentena ya
se había confesado, y ahora teme que no pueda aguantar hasta septiembre sin
cometer algún pecado. “¿Si sales de casa
dos veces aunque esté prohibido, es pecado?, ¿aunque te manden los padres a
coger una cosa al patio?”, inquirió el niño.
El dilema de Miguelín. No sabe que es peor, ni que va primero. Si la
obediencia a los padres o a las normas. Ahora se entiende que el crío esté en
un sinvivir con este debate entre penitencia o multa.