domingo, 3 de mayo de 2020

DÍA 49: La despedida


 
Los primeros días de confinamiento inventé un mapa de esta casa y tracé en él un camino de sombras. Siento que tengo que atreverme a explorar el pasillo grande y vencer la puerta cerrada del fondo, que un desafío pendiente. Se acaba el tiempo de silencio. Ya siempre hay gente en la calle. Eso dinamita la clausura. Ayer me quedé aquí. Ni siquiera me apeteció salir, tampoco me dio tiempo. Durante cincuenta y un días he permanecido confinada, solo salí una mañana de viernes a la farmacia.

Anoche saqué el mapa y estuve pensando si será mejor adentrarme en las tinieblas con la luz de un día azul o con la oscuridad de una noche negra. Poco importan ya los faros cuando la zozobra te ha arrastrado al acantilado. Todo el camino va a estar oscuras, aunque un sol radiante penetre por las ventanas. Voy a hacer el camino a ciegas. Desde el recibidor doy los primeros pasos con los ojos cerrados. A tientas. Extiendo los brazos a los lados buscando rozar las paredes, pero no alcanzo a tocarlas. Avanzo en ese equilibrio, a sabiendas de que si vacilo perderé el pie y caeré en un precipicio infinito y, entonces, no volverá a amanecer. Sigo dando pasos, y cuánto más cerca estoy del final del pasillo voy notando que a través de mis párpados caídos penetra un tenue rayo de luz. Al fin, alcanzo la manilla. Tomo aire. Abro la puerta con determinación y me derrumba un aliento pretérito, un vapor que me estremece, que envenena de pena mi agitada respiración. Me atrevo a abrir los ojos, una lluvia de pena infinita me moja la cara y salpica el suelo.
Todo está igual que la última noche. Mejor dicho igual que la última mañana, cuando lo arreglé todo después de que se la llevaron al hospital. Yo regresé a casa y me puse a limpiar la habitación. No quise darme por vencida, no podía ceder a la desesperanza. Saqué las sábanas de hilo blanco bordadas, las que más le gustaban, y coloqué un pañuelo debajo de la almohada. Limpié el suelo, la lámpara, los cristales. Coloqué un jarrón con flores frescas sobre la mesa de la ventana, al lado de su sillón. Planché su pijama preferido y coloqué las zapatillas a los pies de la cama. 
Dejé la puerta abierta pero, dos días más tarde, una corriente gélida la cerró de golpe. De un portazo que me provocó un tormento infinito, desconocido y devastador. Un aliento frío que lo quebró todo, que invocó un miedo extraño, un amargo desasosiego.
Me he tumbado sobre la colcha y veo la habitación con sus ojos, desde la misma perspectiva. Detrás de la cortina está el balcón de las Pérez, la torre de la catedral y un trozo de cielo, el lienzo donde tantas formas habrá imaginado en las nubes. En la mesilla está su libro de oraciones y la campanilla. Su sonido desata una tormenta dentro de mí. Me quedo ahí, quieta. Todo está en silencio pero yo oigo nuestras conversaciones que se han quedado aquí dentro, encerradas, y que ahora me susurran las paredes. Entonces eran alegres, aunque hoy yo no pueda acordarme.
Ya tampoco tengo la certeza de que mis recuerdos sean reales, durante este tiempo he ido interpretando situaciones con significados diferentes, como si algunas conversaciones o acontecimientos pudiesen cobrar ahora otro sentido.  Es parte de la tortura, del daño que me hago.

He pasado la noche sobre la colcha, en atormentado duermevela. He pensado –no sé por qué- en el diluvio del Génesis, que purgó los pecados de la humanidad en una simbólica catarsis. Sobre nosotros ha llovido estos días otra furiosa tempestad, menos universal, que desnuda nuestra fragilidad ante el destino. Pero yo ahora estoy aquí, durmiendo sobre la balsa que me rescata del naufragio. Pienso también en el tiempo que me queda. Es la primera vez que lo hago, hasta ahora solo he mirado hacia atrás.

Cuando amanece siento que dentro de mí palpita una incipiente primavera. Los inviernos siempre acaban. También los duros, largos y llenos de decepción. Abro la ventana y me parece ver que se acerca un pájaro desde el horizonte. Que regresa la paloma con una rama de olivo en el pico. Que todo acaba. Entonces, García Márquez me susurra al oído: No sea ingenuo, coronel, nosotros ya estamos muy grandes para esperar al mesías.

También oigo discutir a Rebeca y Damián porque el platas he quedado con una tal Sonia para correr juntos. Los trenes no pasan solo una vez. En realidad, contrariamente, como símbolo de libertad en el imaginario literario, viven encadenados a la rutina de un permanente viaje de ida y vuelta; así que mañana podemos coger el mismo tren que pasó hoy. El hombre que miraba pasar los trenes –Popinga, el personaje de Simenon- creía que quien sube a un tren se marcha para siempre. Para los pasajeros habituales lo intrépido es quedarse en la estación, perderlo es desobedecer la rutina. Paco ha decidido divorciarse y jubilarse. Esta mañana vino con Chelita y se lo comunicó a Marichelo. “Estás loco”, gritó ella. “Pues maldita sea la cordura”, proclamó él. Nos dieron ganas de aplaudir.
Alguien ha apagado la luz del primer piso. El Icarus, la estrella más lejana jamás vista, murió hace mucho tiempo y en su lugar hay un agujero negro. Pero nosotros vemos su resplandor, que sigue viajando por el espacio. Ya no sé si tengo la certeza de que la lámpara estaba encendida.

Cuando agonizaba agosto siempre suspiraba un aliento más frío, por el temor de que aquel verano despidiese el último recreo de nuestra infancia. Ahora todo tiene ese aire triste del último día de vacaciones.

sábado, 2 de mayo de 2020

DÍA 48: El alboroto



Dice la radio que en el jardín botánico de Madrid se escucha caer las hojas de los árboles. Imagino ese imperceptible rumor con los ojos cerrados y crece en mí una placidez capaz de sofocar cualquier tormenta. Es un espejismo que enseguida se quiebra.
Hoy es sábado y la ciudad suena como si ya todo estuviese en marcha. Despiertan los motores de los coches que pasan con más frecuencia, las voces de la gente, los portales que se abren. Es el primer día que madruga mi escalera. Me han despertado crujidos y alborotos ya desacostumbrados. Yo he sentido una especie de infinita nostalgia. Como si empezase a despedirme de unos días plácidos, un temor extraño a regresar, a cruzar la puerta.

Las leyes de la casualidad hacen posible lo imposible y viceversa. A partir de ahora nuestro dos de mayo conmemorará una doble liberación, contra los franceses y contra la pandemia. Para mí, que he luchado contra mí misma, supone vencer un naufragio que todavía tiembla entre estas cuatro paredes. Ha sido una travesía corta, se me han hecho pequeñas las lecturas, las reflexiones y todos los castillos que he ido dibujando en el deleite de esta clausura.
Desde muy temprano se palpa la excitación por la primera salida autorizada. Me asomo a la ventana y fluye un bullicioso río de alegría hacia el muelle cautivado además, por un día extrañamente radiante en el norte.

Me hubiese apetecido que este primer día de alivio, de menguada libertad, fuese gris, plomizo e incluso un poco lluvioso. Respirar un aliento frío, porque eso me da la sensación de estar viva. Mi relación con el sol es extraña. Me fastidia que amanezcan días radiantes porque siento la obligación de salir y cuando lo hago tengo la misma sensación que con las fresas, me embelesa su aspecto, me fascinan como huelen  pero cuando muerdo un pedazo siempre estalla en mi boca un poco de decepción. El paisaje no me da la alegría. Ésta llega de pronto como el pájaro que se detiene el aire aleteando con agitación y entusiasmo para no perder el equilibrio. En ese instante palpita mi felicidad, en esa ráfaga de impaciencia, de efervescencia y turbación. Entonces, no hay días grises. Y cuando llegan siempre ofrecen más posibilidades a la soledad. No me gustan los días azules, porque los tengo que compartir con el ruido.

Esta mañana escuché unos golpes en la ventana, como ariete enfurecido llamando a la puerta de un castillo, y corrí sorprendida al salón. Una gaviota golpeaba el cristal con el pico. Estaba muy enfadada e insistía en entrar. De pronto recordé que la ventana de la habitación de Pili está abierta y que el energúmeno éste podría entrar en la casa. Me dirigí hacia allí con el corazón palpitante rezando por llegar antes. Pero el pájaro había caminado por el alfeizar y estaba allí parado delante de mí. Sin cristal alguno. Como estar de frente al coronavirus sin mascarilla. En medio del pánico he sido capaz de extender el brazo y cerrar en un movimiento rápido. La gaviota ha reaccionado con tanta furia que he bajado hasta la persiana. Después, exhausta, me he tumbado en la cama de Pili para que se me pase el temblor.
No es la primera vez que tengo un incidente así. Un día estábamos haciendo la limpieza de primavera en el salón con los ventanales abiertos de par en par y se coló una paloma. Huí de la habitación y dejé a Pili dentro que, sin inmutarse lo más mínimo, la cogió entre sus manos y la devolvió al aire. Pero no resultó fácil porque la paloma se puso nerviosa y empezó a revolotear desorientada y muy nerviosa. En uno de esos vaivenes chocó contra la pared e, inducida por el susto, soltó una deposición que quedó adherida en insólito equilibrio en mitad de un cuadro pintado por mamá. Intentamos limpiarlo, pero ahí queda la huella camuflada en las sombras del paisaje montañoso. “¿Lo ves?, ¿lo ves?”, retábamos con infantil regocijo a las visitas, como quien enseña las muescas de los disparos de Tejero en el techo del Congreso de los Diputados. También mostrábamos otro tesoro singular, el libro titulado ‘Las hermanas Agüero’ que encontró mi primo Sergio hace años, en las estanterías de Pryca. Una novela malísima que ninguna fuimos capaces de digerir, nos quedamos solo con la portada.

A las cuatro de la tarde me llama la tía monja. “Asómate”, me dice. Salgo a la ventana y está debajo de casa. Con su falda azul marino por debajo de la rodilla y un polo celeste de manga corta. Viene de Cuatro Caminos y va hasta la parroquia. Está tan alborozada por el paseo y el aire libre que no me atrevo a decirle que se ha ‘desescalado’ tempranamente, por error, en el turno infantil. Aunque, por la propia esencia de la sor, igual considera que la indulgencia plenaria del viernes santo le sirve de salvoconducto civil para estos menesteres.

De todos modos, supongo que por mi propensión al escepticismo, siempre he sentido una inquebrantable fe en la contracorriente. Bienaventurados sean los perros verdes, milicia que no se rinde, que no cae en el desasosiego, que desafía el pensamiento uniforme y que, con su inconformismo, tambalean la tan sobreactuada e invocada uniformidad dogmática.

Hoy entra aire caliente por las ventanas abiertas de la casa. Cuando mi vecina Tea y su marido enfermaron yo preparé ropa por si tenía que salir de urgencia a asistirles. Sobre el sillón de mi habitación hay un abrigo y un jersey de lana. La primavera ya ha vencido al invierno y tengo que abrir los armarios. También tenía, al fin, la libertad de abrir la puerta de la calle. Pero me he quedado en casa. Quizá estoy ya tan acostumbrada a esta rutina que no me siento encerrada. Me da cierto temor salir y comprobar que todo vuelve a ser como antes.


viernes, 1 de mayo de 2020

DÍA 47: La comunión del niño de Conchita y Pepe



El niño de Conchita y Pepe se ha enterado de que no puede hacer la comunión. Iba a ser el 9 de junio, pero ha quedado retrasada esperando mejores nuevas. Se ha quedado tan desilusionado que esta mañana, en cuanto abrí la ventana de la cocina, su madre me ha pedido que interceda con mi tía la monja, que es la catequista de Miguelín. Pero mucho me temo que sor Carmela no podrá alterar el calendario de la “nueva normalidad”. Cuando pongo el telediario me siento dentro de una fantasía distópica, nos ha dado por hablar en unos términos ridículos, de película de ciencia ficción.
El caso es que Miguelín se ha puesto a llorar el disgusto por la ventana del patio y todos nos hemos ido asomando con palabras amables, que no han conseguido levantarle el ánimo. Para colmo, esta mañana pronto se puso a llover y aprovechó su hora de salvoconducto infantil para bajar una manta y un paraguas a la familia de gatos. Lo del paraguas, al principio, me pareció raro. Con la manta hizo una cuna, doblándola sobre sí misma, y el paraguas lo abrió y lo dejó posado en el suelo. Vamos, que ha construido una tienda de campaña para que se resguarden. Durante toda la operación no ha parado de lloriquear, a veces con más intensidad y lágrimas, y otros ratos con pequeños sollozos más dispersos.
El niño es muy pío. Eso lo sabemos. Porque predica a los gatitos y a los pájaros emulando a San Francisco. Si está la ventana abierta le escuchamos recitar las oraciones por la noche. Después de cenar, junta las manos casi en puños, baja la cabeza sobre el mantel y oímos el murmullo de sus letanías. Cuando se traba u olvida una palabra vuelve a empezar desde el principio. Dice que se pone penitencia.

Quizá a esa edad sea común tener algún arrebato místico. A mí una vez en el colegio me mandaron escribir una oración con la palabra zumo y después de rezar todo lo que sabía, concluí que era un imposible. Gracias a la confusión, hoy, puedo asegurar con toda certeza que ni el credo, ni el padrenuestro ni ningún ave maría emplean tal término.

Tocaron las campanas de la catedral a la hora del ángelus y el hijo de Conchita y Pepe seguía completamente abatido. Al participar, los vecinos, de la ceremonia de aplaudir a Petrita -ya perfectamente restablecida- las Pérez se han enterado del disgusto del chiquillo y se han sumado a los lamentos. Ellas tampoco podrán estrenar los trajes que se han hecho, en la modista de Madrid, para ir a la comunión de su sobrina nieta. Petrita pide detalles y Juani explica que cada una va de un color. Como las tres hadas madrinas de la Bella Durmiente. Se habían comprado ya hasta los zapatos. Florita se pone los suyos todos los días para andar por el pasillo.
Entonces Petrita dice que se va a poner el traje azul celeste para ir el lunes a la peluquería, que tenemos enfrente de casa. Es la clienta más veterana, más que la propietaria que se jubiló ya hace años. Ahora el salón lo lleva su hija, que lo ha modernizado mucho. Pero mantiene una reliquia. Un secador de pie, de los antiguos, donde ya solo Petrita –lo conservan como deferencia a su fidelidad- mete la cabeza con los rulos y la redecilla en el casco de aire caliente mientras lee el Hola. Para Petrita, todo ha de seguir siendo como fue. Por eso, un día que intentaron hacerle unas mechas con papel de plata se asustó tanto que casi se desmaya. Tuvo que venir la antigua propietaria a decretar un protocolo especial que, desde entonces, se sigue a rajatabla. Incluye el tradicional cardado y toneladas de laca.
Las Pérez van a la misma peluquería pero ya no meten la cabeza debajo del secador de casco. La mayor usa un tono castaño claro, más tenue la mediana y ya rubio la pequeña. Vamos, que el color del pelo va degradando intensidad de mayor a menor creando un efecto cromático muy curioso cuando las ves en fila.

Cuando me he puesto a comer, el niño seguía muy triste mirando los gatos desde su ventana. Eso que a Rebeca se le ha caído el móvil al patio y  nos hemos reído mucho porque una gaviota se lanzó sobre él y lo estuvo picoteando. Pues el niño nada, todo serio. Mi vecina tiene la costumbre de hablar por teléfono mientras cuelga la ropa sujetando el aparato entre el hombro y el cuello. Dicen que estaba haciendo arrumacos con Damián el platas porque hablaba con voz suave y melosa. Hasta que se resbaló y al estrellarse con el suelo se conectó el micrófono. Así que escuchábamos una voz masculina: “¡Rebe! ¿qué pasa?, ¿Estás bien? oigo ruidos raros...”. “Cuelga, cuelga”, gritaba inútilmente ella desde arriba.
Rebeca estaba tan desconsolada como Miguelín. Entonces Emilio y don Ramón propusieron que el crío fuese a rescatar el aparato, antes de que se lo llevase una urraca. Como si alguna visitase mi patio con frecuencia. La gaviota después de manosearlo, lo había dejado allí abandonado a su suerte. Eso sí, el interlocutor por fin colgó después de largo rato pidiendo explicaciones. “Por lo menos funciona”, le consoló Matilde.
La verdad es que ha tenido la suerte de caer sobre el colchón de hierba del patio roto. Miguelín es el único que, por su reducida dimensión, puede colarse por el hueco de la tapia y llegar hasta los gatos. Pura no cabe y tiene que dejarles la comida en la otra orilla.
Pero el niño no quiere bajar porque dice que ya ha consumido la hora de paseo. Es muy formal y no quiere saltarse las normas. Los padres y otros vecinos le insisten en que no pasa nada. Rebeca, desesperada, le ofrece veinte euros de recompensa. Los padres aplauden y aumentan la presión sobre el chiquillo. Al final, se enfadan con él y le obligan a bajar. Le acompaña el padre que hace guardia en la tapia. Hoy no hay nadie, porque llueve y no han venido las familias del descampado. Cuando el niño llega al patio los gatitos están jugando con el teléfono. Se entretiene un rato con ellos hasta que el padre le reclama con impaciencia. Rebeca aplaude la operación con regocijo desde la ventana. Pepe padre se lo ha llevado a la puerta de casa.

El niño sigue triste. Así que, al fin, he llamado a sor Carmela. Qué más quería mi tía monja que una excusa para salir del convento. He tenido que convencerla para que hable con Miguelín por teléfono. Ha prometido llamarle cuando acabe la oración vespertina.
Mientras tanto he estado recordando cuando nuestra niña Pili iba a catequesis con Sindo, un señor que tenía un chiste para todo. La verdad es que lo de Pili tuvo su gracia. La  sabotearon la comunión. El propio cura. Después de estar tres años de preparaciones espirituales, Pili al fin iba a hacer la comunión. La iban a vestir de calle, que se dice. Pero desempolvamos el vestido blanco y largo de las Agüero que, con la suya, ha servido ya para cuatro ceremonias.
Aquel domingo, le habían tomado la medida y estaban hilvanados hasta los bajos. Pili fue a misa e hizo de monaguilla, como en otras ocasiones, acompañada de otras dos niñas más mayores. Estaban las tres en fila en el momento de la comunión. Don Francisco acercó el cáliz y una por una les dio de comulgar a todas. A Pili, también. “¿Pero tú por qué abriste la boca?”, le increpaba mi madre después. “Porque lo dijo el cura”, justificó. “Y porque tenía ganas de probar la galleta”, confesó después.
Lo cierto es que estuvo un poco molesta por la repercusión de aquella falsa primera vez. De hecho, hubo un profundo debate sobre quien tenía la culpa del incidente –el sacerdote o la cría- y si aquella comunión extraoficial anticipada, era pecado. “Será pecado para él”, zanjó hosca Pili. Y así quedó la cosa. La Santa Madre Iglesia corrió un tupido velo y Pili ‘recomulgó’ en su segunda comunión oficial como si nada hubiese ocurrido.  

Al fin, la tía monja ha tranquilizado al niño de Conchita y Pepe. Después de conocer sus razones nos hemos solidarizado con el desconsuelo del chiquillo, porque el asunto va más allá del berrinche.
Esta mañana cuando se enteró de que no puede hacer la comunión –le explicó a sor Carmela- lloraba porque tenía miedo a que, para septiembre, se le olvidasen las oraciones. “Sobre todo el credo, que es muy largo”, suspiraba el pobre.
Pero después la congoja fue en aumento, porque antes de la cuarentena ya se había confesado, y ahora teme que no pueda aguantar hasta septiembre sin cometer algún pecado. “¿Si sales de casa dos veces aunque esté prohibido, es pecado?, ¿aunque te manden los padres a coger una cosa al patio?”, inquirió el niño.
El dilema de Miguelín. No sabe que es peor, ni que va primero. Si la obediencia a los padres o a las normas. Ahora se entiende que el crío esté en un sinvivir con este debate entre penitencia o multa. 

jueves, 30 de abril de 2020

DÍA 46: El sueño




Nada más conocer el inquietante asunto de la lámpara encendida en la habitación vacía, mis hermanas coincidieron ayer en precipitar la imposible eventualidad de un asesinato. La escena del quimérico crimen sigue ahí, detenida. Nadie apaga la luz ni cierra las persianas. Y esa incertidumbre excita el deseo que todos llevamos dentro de descubrir un asesinato desde la ventana, siempre que la víctima –claro está- nos sea suficientemente ajena.
La cuestión es rotundamente improbable. Por una imperiosa razón. En esa habitación ya hubo un asesinato. Fue un asunto que nunca nos quedó claro, a nosotras –digo- porque quizá el caso haya sido archivado con toda solvencia. La ventaja de no saber la verdad de algunos incidentes es que pueden fabularse extraordinarias conjeturas que entretienen mucho, aunque con frecuencia deriven en teorías siniestras o inverosímiles. Lo veo todos los días en la prensa.
Hace muchos años supimos por el periódico que había aparecido un cadáver en ese piso. En el sofá, delante de la televisión. El suceso fue bautizado por las Pérez como “lo horroroso”. Nadie conocía al finado. Se supo que era un hombre, que vivía de alquiler y que llevaba muy pocos meses ahí. De hecho, ese primer piso nunca había sido utilizado como vivienda. Hoy la ventaba está protegida por una reja de hierro pero, entonces, cuando el inquilino se asomaba su salón daba directamente a la calle. Parecía la barra de un bar. Ni siquiera el afán detectivesco de las Ruten, capaces de husmear en el pedigrí de cualquiera, consiguió llegar a desvelar la identidad del fallecido.
La noticia decía que habían encontrado un hombre muerto en su casa. Pero para ser una muerte natural se tomaron demasiadas molestias. Hubo muchos movimientos extraños. El primer día vino la policía, la ambulancia y hasta los bomberos. Por los golpes que daban –declararon sus vecinos Juan y Marisol en la panadería- fue evidente que echaron la puerta abajo. La incógnita es quién les alertó porque posteriormente descubrimos nadie vino nunca a hacerse cargo de sus pertenencias. De hecho, acabaron en la basura. También más cosas.
Tampoco ningún vecino dio la voz de alarma. Solo viven tres en la mano contraria, en la escalera de la derecha. Tenemos los testimonios de todos ellos. Ninguno llamó a la policía porque no se olieron nada extraño. En realidad, fueron las Ruten quienes dirigieron la investigación y nos suministraron estos datos.
Pero al poco llegaron otros hombres, esta vez vestidos sin uniformes, en coches sin luces. Intentando inútilmente no llamar la atención. Antes de entrar se colocaban unos guantes de plástico azules. Ahora hubiesen pasado desapercibidos, pero en aquel momento no. Era raro. Fuera de los quehaceres domésticos únicamente invita a pensar que esas manos buscan indicios de un crimen. Precintaron las ventanas y la puerta con cinta azul y blanca que al día siguiente rompieron otros dos hombres y una mujer esta vez embutidos en un buzo, con mascarillas, guantes y gorros. Lo que ahora llaman EPI. Pues eso, un traje completo anticontaminante.
Después de varias horas abrieron la ventana y sacaron por ella un sofá azul envuelto en plástico -como las petunias de Petrita- que dejaba ver una enorme mancha sospechosamente oscura. Nosotras seguimos la operación desde las ventanas conteniendo el aliento. Abandonaron el sofá en la acera, junto al contenedor. La Pérez casi se desmayan. Estuvieron sin bajar la basura los tres días que permaneció allí, abandonado en la calle. También se desnudaron los trajes de protección y lo echaron todo al contenedor. “Eso es una porquería”, protestó Petrita.
Días más tarde vino una empresa desinfectante camuflados, también, en un exceso de parafernalia. Pero eran los tiempos de éxito de CSI. Antes de bajar las persianas, al terminar la faena, pudimos ver que metieron ropa y varios enseres en unas cajas de cartón que permanecieron allí muchos meses en el salón vacío. Al fin, ya cerca de Navidad, una noche dos hombres las llevaron al contenedor. Por supuesto, con estos ingredientes todos apostábamos por un asesinato a sangre fría.
Desde entonces el extraño piso ha estado vacío. La lámpara lleva ya tres días encendida pero esta mañana, cuando levanté mi propia persiana, tuve la impresión de que había algo fuera de su sitio. Recité los elementos de la estancia hasta que eché de menos algo. Eso es. Ha desaparecido el cuaderno que estaba encima de la mesa. Alguien entra, se lleva el cuaderno, sale y no apaga la luz. Mi hermana Bego dice que esta cuarentena no necesita un crimen, pero sí un poco de intriga.

He ido a desayunar al frente sur. El niño de Conchita y Pepe ya ocupa su puesto de observación en la ventana del patio. Tiene un arañazo largo y rojo en la cara, porque ayer se acercó demasiado a los gatitos y asustó a la gata madre. Ya no hace tanto caso al loro, y su madre se queja porque no le limpia la jaula.
Después he pasado toda la mañana en el despacho. A menudo se me olvida que estoy encerrada. Hace tiempo que trabajo con un calendario delante, que miro constantemente para saber que hoy es jueves y que llevo cuarenta y ocho días aquí. Últimamente sueño con lo que leo. Así que procuro no echar un vistazo a la prensa ni a ningún otro informe antes de dormir. He cogido miedo desde que la otra noche llamaron a mi puerta dos policías para sacarme de casa. Uno de ellos insistía en que tenía que ‘desescalarme’. “Simétricamente, señora”, apuntaba muy serio el otro. Aparecieron en escena mis vecinos. “No ha ido ni a la peluquería”, me reprochaba Pulcro, y al girarme vi en el espejo del recibidor que mi pelo y mis cejas eran de color ceniza. “Una vez por semana viene su hermana, en un coche amarillo, a dejar las provisiones”, relataba Emilio a los policías. Yo estaba muy confusa. Al final uno de ellos me preguntó: “¿sabe usted qué día es hoy?”. Entonces bajó la escalera el hijo de Conchita y Pepe. Le seguían un gato rubio y otro negro. Tan grandes que me di cuenta de que ya había llegado otra vez el invierno.

miércoles, 29 de abril de 2020

DÍA 45: Una lámpara encendida


Alguien se ha dejado la luz encendida en el primer piso del edificio vacío. El asunto es inquietante porque ni siquiera sabía que estaba habitado. Hace más de diez años que se fueron los últimos inquilinos y desde entonces las siete plantas están vacías. La pintura de las ventanas de madera se ha borrado y algunas persianas se han desprendido y yacen desvencijadas sobre el alfeizar. Desde otras apenas se ve el interior de las habitaciones porque el tiempo ha ido volviendo opacos los cristales.
En el quinto hay uno roto y por ese hueco se cuelan las palomas. La terraza tiene una tejavana de uralita, que suena con un peculiar traqueteo cada vez que sopla el sur. Es un edificio grande, esbelto y rotundo, con relieves de adorno en algunos de los pliegues de las cornisas blancas.
Ayer por la noche, al ir a cerrar la ventana, vi una lámpara de pie encendida en el primero. Extrañamente los cristales están desnudos, sin cortinas. Veo una mesa de madera oscura con un ordenador negro, un sillón, una papelera y un perchero. Me sorprendió que fueran las diez y la luz siguiese prendida.
Pero es que esta mañana seguía igual. A mediodía, también, y por la noche. la bombilla seguía todavía prendida. Como si alguien hubiese salido a la cocina a prepararse la cena y fuese a aparecer de un momento a otro. Una estancia vacía con una luz encendida es un lugar que espera a alguien. O una ausencia inquietante, inesperada. Sí, eso es. Un suceso repentino. Algo tuvo que pasar para que esta oficina, siempre a oscuras, oculta tras una persiana, se haya revelado ahora a nosotros. Se exhiba así, de esta forma tan perturbadora.
Es una oficina sin personas. Ahora caigo en que tampoco tiene alfombra. Hay algo extraño en la habitación que le hace parecer desnuda, como si solo fuese un escenario. Sobre la mesa hay un ratón sin alfombrilla y un cuaderno, que podría ser una agenda azul. No alcanzo a ver nada más, porque desde mi ventana solo percibo parcialmente la estancia. La lámpara tiene un sombrero, una mampara de campana blanca muy clásica. En nuestro viejo salón había una así, sobre un pie de bronce. El día que la jubilamos ya era un poco amarilla. Antes de despedirnos de ella las hermanas Agüero la decoramos con rotuladores. La vimos marcharse desde la ventana abrazada a un señor de buzo azul y nos daba la risa que nuestra ridícula obra pictórica se estuviese exhibiendo en la calle. Después la metieron en un camión y se la llevaron. Con ella se fueron las primeras lecturas con mamá. La pequeña se sentaba en su regazo, Bego y yo cada una en un brazo del sillón. Ella nos tomaba la lección o nos leía cuentos. Debajo de esa lámpara nos enseñó a dar puntadas sobre un trapo viejo y luego aprendimos a manejar las agujas de punto. Allí se hacían las confidencias en los ratos de costura. Cuando mamá no estaba yo me sentaba en su lugar ,y la mediana y pequeña Agüero ocupaban los brazos del sillón. También él se marchó unos días antes que la lámpara, con su compañero gemelo –la butaca de la abuela Estrella- y el sofá de papá. Cada uno tiene un sitio, así fue en el salón y así era en el comedor y en la cocina. Jamás se nos ocurrió alterarlo. Después llegó otra lámpara moderna, sin mampara blanca. Y otros sillones. Pero ya no éramos seis para habitarlos. Aquí están, huérfanos como los bancos de un parque umbrío.

La lámpara se prendía tirando de una cadena delgada de diminutas bolas doradas rematada con una borla granate. Era tan suave que nos hacía cosquillas cuando nos acariciábamos con ella la cara. La luz era amarilla y si mirabas por debajo de la mampara la bombilla te cegaba los ojos. En casa de Petrita hay una parecida, queda al descubierto cuando sube las persianas hasta arriba. Cosa que solo ocurre con escasa frecuencia, si tiene invitados a comer. Siempre pone canapés de jamón york, queso, langostino y mahonesa, un plato de sopa y redondo de ternera con puré de patata. Una vez en aquel comedor antiguo de madera, miré los candelabros de bronce y la lámpara, y al meter la cuchara en la boca me sacudió un relámpago de nostalgia, una congoja infinita.

El caso es que todos los vecinos se han dado cuenta. El misterio del despacho con la luz encendida nos tiene atrapados en una minúscula intriga que en este largo confinamiento, 46 días, supone toda una novedad. 
Es evidente que alguien entró ayer en esa oficina y en un descuido se marchó sin apagar la luz y dejó las cortinas abiertas. Es demasiado raro. No parece probable que alguien tenga un despiste así. ¿Y si hubiese alguien todavía dentro? estoy dando por hecho que lo que veo es la realidad. Pero solo soy capaz de percibir una esquina de la estancia, ni siquiera toda la habitación. Puede ser que esa lámpara ilumine otra escena que se escapa a mi vista porque transcurre al fondo.
También me pregunto qué ha ido a hacer ahí. Es un despacho o una oficina. Pero no puede ser un servicio esencial, no debería estar ocupada en este estado de alarma. Aunque siendo objetivos, el asunto se ha empezado a reblandecer. Mis vecinos, por ejemplo, se han empezado a ‘desescalar’ solos, sin esperar las instrucciones de la autoridad. Enfrente tenemos un despacho de abogados donde ya cumplen su horario laboral normal. Los primeros días venían a escondidas y se escapaba la luz por las grietas de las persianas bajadas. Ahora, con menos reparos, ya las levantan a media asta. Qué decir de las salidas diarias de Pulcro, Paco y don Ramón.
El hijo de Conchita y Pepe ha descubierto la libertad y aprovecha la hora de alivio infantil –que Emilio cronometra con insultante tacañería- para colarse por el descampado y llegar hasta nuestro patio roto. Pasa sesenta minutos con los gatitos recién nacidos. “¿Para eso sales de casa? vete al muelle a ver la bahía”, le espetó ayer Marichelo. “Damián solo va a casa de Rebeca y a él no le decís nada”, respondió el niño. Es cierto, ya se 'descalarán' por si solos cuando se les pase la efervescencia.


martes, 28 de abril de 2020

DÍA 44: La extraña



Hoy me desperté y no quise abrir los ojos. Me entretuve fabulando. Me imaginé atrapada dentro de mí. Que había sufrido un terrible traumatismo y no podía hablar, ni moverme. Entonces me imaginé todo el día a solas con mis pensamientos, elaborando teorías y argumentos, soñando, reviviendo escenas del pasado. En principio no me pareció tan desagradable.
Solo era capaz de oír. No sé por qué decidí conservar esa facultad. Me quedarían la música y la radio. Podría venir alguien a leerme libros. Pero cómo pedirlo, cómo pedir una canción, qué emisora quiero escuchar. Cómo impedir las confesiones de las visitas. Cómo negarme a que me vean en el impúdico escaparate de esta frustración. No poder participar nunca de nada, no poder conversar, expresar. Podré seguir viviendo en esta prisión que es una tortura. Cuando ya estoy suficientemente asustada, aún me hago más daño y me preguntó si será así el después. Si solo existiré en mi propio pensamiento. Si la condena será esa, encadenarme a mi propio yo.  Me sugestioné de tal manera que no me atrevía a intentar abrir los ojos, por si los párpados estaban pegados.
Después, me decidí por otro supuesto que me pareció menos trágico. Acababa de despertar de un coma y me encontraba sola en una habitación que no reconocía. Solo veía a mí alrededor personas con máscaras, caretas de plástico transparente y buzos de color verde pálido. Entonces empezaría a hacerme preguntas. Recordaría haberme dormido antes de la epidemia de coronavirus. No sé, por tanto, nada de esta pandemia y las imágenes que veo a mi alrededor me resultan insólitas, inexplicables. Así que despierto en un hospital, rodeada de tantas precauciones que me imagino portadora del polonio que mató al espía ruso, del ébola o de otra maldición aún mayor. La otra posibilidad que me sacude como un calambre de terror es que estén experimentando con mi cuerpo algo pavorosamente mortal y doloroso.
Al final, me rindo. Lo menos horrible es el presente. Decido pensar en algo más inmediato y frívolo como el pan tostado del desayuno. Hoy, para sofocar esta crisis existencial matinal voy a darme el capricho de tomar mantequilla.
Así que cuando voy a abrir los ojos convencida ya de mi buena estrella, alegre porque conservo intactos todos mis sentidos, oigo los ladridos desaforados e histéricos de la señora de los tres perros. No es ninguna equivocación. La que la ladra, es ella.
La señora de los tres perros sale todas las mañanas y todas las noches al contenedor de la basura con un trozo de casa. Es como si se dedicase a hacer leña con los muebles y las puertas. Inmediatamente después suele salir Pulcro al acecho, porque le encanta husmear cachivaches de deshecho. Si le interesa lo traslada a su garaje –la mazmorra, que dice mi hermana Bego- donde se pergeñan aparatos tan extravagantes como inútiles. Pulcro es un hombre de remiendos. Se le estropea la correa del reloj y se improvisa una nueva pulsera con la cadena de una cerradura. En una ocasión le abollaron la puerta del coche. La cambió por otra de un desguace. Lástima que nunca ha sido del mismo color. Pero ahora tiene la competencia de las familias rumanas del carrito, las que acampan en el solar de nuestro patio roto, que trabajan recogiendo trastos en las basuras. De allí desciende, con inquebrantable puntualidad, cada amanecer y cada ocaso la señora de los tres perros.
Anoche traía dos pedazos de madera con la inquietante apariencia de haber sido mutilados a hachazos. Lleva así toda la cuarenta y me pregunto con verdadera curiosidad cómo tendrá la casa, si estará ya hecha jirones.
El domingo depositó el respaldo de una silla rota y el lunes un perchero mutilado. Entre los gestos de desaprobación, desde los miradores, de Petrita y de las Ruten. Lo cierto es que me entretengo recomponiendo el puzzle, tratando de adivinar a qué pertenecen los restos. Para rematar, ella tiene una imagen descuidada y un genio vivo, más bien en constante combustión. Grita a los perros sin piedad. Con ese humor y esa afición a descuartizar muebles, uno imagina que podría hacer lo mismo en otras circunstancias. Quiero decir con otro material. Por eso cada viaje al contenedor es una alegría cuando compruebo que los tres perros siguen con aliento.
Ella tiene una extraña apariencia. Nunca la he visto con abrigo. Siempre lleva bata azul y zapatillas rosas, da igual que sea invierno que primavera. Fuma muchísimo, tiene el pelo canoso recogido en un moño, chilla a los perros y no les deja moverse mucho. No tienen nombre. Todos son “chucho” o “bicho”, a veces incluye el apellido “de mierda”. Viene enfadada de serie. Nunca le he conocido alegre. También es verdad que allí por donde pasa la gente le va haciendo pasillo, los ahuyenta con su delicado carácter por lo que, presumo, que no tendrá tampoco mucho contacto con su propia especie. En cuanto a los perros, deberían tomar ejemplo de mi calcetín azul y lanzarse con valor a la fuga. Pero ahí  siguen, gimoteando cada vez que les reprende. Es decir, continuamente gimoteando mientras ella hace astillas la casa.
La otra noche paso Damián y ella le lanzó una propuesta tan desvergonzada que al platas le temblaron los bíceps. Petrita se santiguó, Palmira Ruten se tapó la boca, las Pérez los oídos. Y yo cogí un hacha y me puse a hacer astillas la mesa camilla en la que, durante tantos años, me la he imaginado haciendo collares de ganchillo para sus ‘chuchos’.

lunes, 27 de abril de 2020

DÍA 43: Dos gatos y una breve desaparición



Han nacido dos gatitos en mi patio roto. Nadie diría que son hermanos, uno rubio y otro negro. No se separan de la gata madre y aún bostezan con los ojos cerrados. Nos tienen encandilados, no hacemos más que mirar por la ventana hacia el solar cubierto de hierba donde habitan. Celebramos con entusiasmado deleite cada pequeño gesto de los mininos. Ha venido de visita una gaviota, arisca y chillona. Empezó a dar pasos cortos hacia ellos, despacio, mirando curiosa y torciendo el pico. La madre se desahogó como una soprano con un grito agudo y agrio.  Extendió una garra amenazante y la gaviota levantó el vuelo respondiendo con otro ensordecedor chillido.
El niño de Conchita y Pepe está tan contento que ayer –día de la liberación de la infancia- no quiso salir de casa. Fue imposible. Insistió su madre, luego su padre. Después le pusieron al teléfono con su abuelo. Videollamada con su madrina. Nada, que el niño no abandonaba su puesto de observación en la ventana del patio.
Pidió –eso sí- unos prismáticos y desde aquellas lentes nos iba narrando las vicisitudes de los gatines, con tal entusiasmo que parecía la reencarnación de Félix Rodríguez de la Fuente.
Los padres, finalmente, aceptaron decepcionados renunciar al paseo. “Miguelín, hijo, que te viene bien estirar las piernas”. “Dame el libro de animales y la tableta”, respondió el crío. Y al tiempo, desde su puesto de vigilancia, buscaba información sobre gatos. Ha leído tanto desde ayer que esta mañana ya le dio una conferencia a don Ramón mientras éste fumaba un puro en la ventana con la copa de coñac disimulada, sin mucho éxito.
El chaval ha estado muy ocupado en desmentir y rebatir el aluvión de lecciones, exhortaciones y reparos proferidos por los sabios del patio. Ahora somos una gran comunidad de jubilados asomados a la ventana. Como no hay ladrillo, pues se dicta sentencia sobre los gatos. Pero Miguelín ha aprendido mucho y no se ha dejado influir más que por la experta. Que solventó dos dudas iniciales del crío: Si los gatos comen sopa y si saben subir escaleras.
Pura se ocupa de alimentar los gatos del descampado. Todas las mañanas cuela comida por una rendija de la verja y les llena de agua los recipientes de plástico que ella misma provee. Los gatos, que son ariscos y protagonizan sonoras peleas por las noches en el patio, dejan que la mujer les acaricie con docilidad. Pero los recién nacidos todavía no se mueven, y la madre tampoco. Están resguardados junto al trozo de muro de la antigua casa de piedra que linda con nuestro patio. Así que Pura y Purita –madre e hija- ayer, desde la ventana, estuvieron tratando de bajar un cuenco con agua amarrado a una cuerda. La operación acumuló un número considerable de fracasos y fue seguida con notable interés por casi todos los vecinos que, cuando el recipiente se iba acercando a tierra empezaban a jalear con entusiasmo, como si el equipo propio acabase de coger la pelota y empezase a remontar hacia la portería contraria. El niño de Conchita y Pepe estaba muy preocupado por si se desprendía el cuenco y caía sobre los gatos. A cada rato, con impaciencia, los padres volvían a insistirle en el paseo.

El que si salió fue Pulcro. Pero en lugar de ir derecho a comer a casa de su hermana, como todos los domingos, pasó primero a buscar a Paco. Lo sé porque no le encontró. Llamó a la puerta de la tienda, primero suavemente, con un golpe de nudillo. Después cerró el puño y el aviso sonó con más fuerza. Empezó a llamarle por su nombre y acabó aporreando la puerta. Extrañado, sacó el móvil y le llamó por teléfono. Nadie contestó. Así que volvió sobre sus pasos y, desde el portal, llamó por el telefonillo a Emilio el ilustrado para ponerle al tanto de la segunda e inquietante desaparición de Paco. Al explicárselo, el eco de la calle amplificó como un altavoz las palabras de Pulcro y así, nos hemos enterado todos. Creo que hasta Petrita, que sigue apareciéndose a la hora del ángelus en el mirador, lo ha entendido todo por los gestos que me hacía en la distancia.
Esta vez han llamado directamente a Chelita, su hija. Como Emilio ha pedido detalles por el telefonillo, hemos sabido que Paco no estaba bien de ánimo. Dejar a Marichelo es la primera batalla, pero está muy preocupado por la tienda. Al parecer, hará unos dos años pidió un crédito para comprar el local, donde siempre había estado arrendado. Él no quería, solo pensaba en resistir hasta la jubilación. Pero Marichelo se empeñó en hacer el esfuerzo para dejárselo en herencia a Chelita. Desde que empezó la pandemia llenaba los días haciendo números rojos en una libreta negra.  

Emilio, don Ramón y Salvador han salido a buscar a Paco. Dice Pulcro que no les darán el alto porque hoy es el día infantil y no ha visto policía. El caso es que cada uno ha tomado un camino. En menos de una hora hemos visto regresar a Emilio y a Paco. Está flaco y gris como siempre, a semejanza de las hermanas Ruten. Camina cabizbajo. Les oigo entrar en el portal y al ascensor detenerse en el séptimo derecha. Han pasado de largo el piso de Marichelo. Al poco llegan el resto de los vecinos de la brigada de rescate.
Después, Chelita ha entrado en casa de Emilio. Todos dicen que Paco necesita ‘ayuda’. Eso supone que tendrá que ir a un médico. Siempre ha sido un hombre triste pero las preocupaciones del confinamiento han debido acentuar su fragilidad. Emilio le encontró en un banco del muelle. “Sin mascarilla”, delata Petrita por teléfono. Sabe más que yo de mi propio patio.
El caso es que Chelita dice que no se puede llevar a su padre a casa, y tampoco se atreven a quedarse aquí, en el piso, con Marichelo dentro. Al final, Paco les convence de que está bien y se marcha a su trastienda. Los demás se dispersan.
Lo cierto es que, aun con las mascarillas puestas, en mi comunidad se ha relajado tanto el confinamiento que casi todos los vecinos salen a diario a la calle con la excusa de comprar el pan o bajar la basura. Incluso el consejo vecinal veo que ya se reúne de forma presencial en la cocina de Emilio.
También me temo que soy casi la única que resiste el encierro sin trampas. Perpleja me quedé anoche con el discurso de don Ramón. Sostiene que hay que poner fin al confinamiento, cuando el suyo ni siquiera ha tenido un principio. Desde el 13 de marzo se pasea por Santander a diario con una bolsa de basura en la mano. Inexplicablemente aún no ha sido multado. En cambio, Rebeca salió a comprar y al regresar un policía le hizo abrir el carrito de la compra y le pidió el ticket. Cera depilatoria, tinte y espuma de pelo, cuatro sobres de sopa de pollo, esmalte de uñas, dos barras de pan, tres chocolatinas, dos botellas de vino, crema hidratante corporal y una barra de labios roja. “Mucho producto esencial, señora”, le dijo con mucha sorna. “No lo sabe usted bien”, replicó ella.
Don Ramón, en el fondo, tiene mentalidad de autoridad en urbanismo. Primero actúa sin permiso y luego exige la amnistía de la legalización. “Mirad esas criaturas que acaban de venir al mundo, tienen toda la vida por delante” –predicaba anoche desde la ventana- “¿Qué hacen los niños ya en las calles? Ellos tienen toda la vida por delante mientras los mayores estamos desperdiciando el poco tiempo que nos queda”.
La retórica de don Ramón antecede al levantamiento del dos de mayo, que con tal efusión previa va a resultar más reivindicativo que el original.


domingo, 26 de abril de 2020

DÍA 42: De calcetines y sartenes



Yo no quería tocar el calcetín azul que ayer llamó a la puerta de mi casa. Sentí el instinto de repudiar al impar hijo pródigo que había abandonado el tendal y que, ahora, me devolvía mi vecino Pulcro sosteniéndolo con la punta de sus dedos. Se balanceaba ante mí, tal vez arrepentido. Pero para mí era ya un extraño, ya no era el abrigo de mi pie izquierdo.
Dudé, pero al fin me atreví a decir: “Tíralo al felpudo”. Pulcro me miró incrédulo. Primero, a mí. Después al calcetín, ahora huérfano. Repetí la frase. Entonces se encogió de hombros y le dejó caer al suelo con cierta delicadeza, como la madre que empuja al niño a pedir perdón a su hermano.
El calcetín azul quedó perfectamente estirado. Lo contemplé con reprobación. No sentí lástima. Antes de devolverlo al hogar -si acaso procediese la amnistía- tendría que superar un severo proceso de descontaminación. Ha viajado mucho desde que la semana pasada decidió desprenderse de la pinza. Primero se enredó de polizón entre las prendas que Marichelo tiró al patio, salió a la calle y estuvo viviendo en la trastienda de Paco hasta que fue detectado y lo han obligado a regresar a casa.

Hasta ahora había sido fiel y obediente. A lo más, algunas veces jugaba al escondite en la lavadora. Cuando me daba cuenta, lo rescataba del tambor y le notaba más alegre al ir a colgarlo junto a su compañero. Esa es otra. Qué futuro le espera ahora a su gemelo. Es injusto que quede confinado en un cajón, que sufra el desuso que es una especie de cadena perpetua.
Me pregunto si podrá acostumbrarse a otra mitad, si consentirá en organizar turnos con otra pareja para salir del cajón y recorrer mundo. Es normal que el calcetín azul decidiese marcharse. Hace más de cuarenta días que nunca van a ninguna parte. No salen de mis zapatillas grises de  lana con suela de goma. No respiran aire libre, no pisan la calle, no habitan ningún zapato.
Al final, preventivamente, le he dejado castigado en el limbo del felpudo. Con la punta de un paraguas he conseguido empujarle debajo. Entiendo que superada la penitencia tendré que ser misericordiosa.

Ayer, después, sucedió algo extrañamente mimético. Porque a las siete de la tarde se produjo una asonada y algunos vecinos golpearon con rabia sartenes y cazuelas. Al principio pensé que conmemoraban la revolución de los claveles o la caída del fascismo en Italia. Pero cuando mi vecino el tieso abrió las puertas de su balcón –siempre cerradas al aplauso- con una cuchara y un puchero comprendí que aquello tenía un fin perfectamente opuesto. 
También fue un coro de impares, como si hasta ahora hubiésemos funcionado juntos, como una pareja de calcetines que lo mismo da poner en el pie izquierdo que en el derecho. Y eso, ayer, pareció quebrarse. Nos miramos con suspicacia y cierto recelo desde los cristales. Enfadados, indiferentes, resistentes… ayer empezamos a distinguir los estandartes que cuelgan de cada balcón. Algo antes absolutamente invisible, inexistente.

Hasta ahora el confinamiento ha sido una tregua. Una tragedia colectiva contra la que peleábamos todos juntos. Pusimos rostro y dignidad a trabajadores invisibles –muchos precarios o mal pagados- en cuyas manos estábamos ahora. Se arriesgaban para que a los demás no nos faltase una cama de hospital, para que las neveras estuviesen llenas. Hubo un éxtasis de generosa solidaridad, de extraordinario civismo incluso.
Peleábamos contra el mismo enemigo. La experiencia del confinamiento nos ha hecho reconocernos, aprender nuestros nombres, preocuparnos por el otro que hasta ayer era casi un extraño en la misma escalera. Algunos tuvieron la ingenuidad de predicar que esta cuarentena nos haría mejores personas.
Al parecer, en mi patio, tanta armonía, no es más que un espejismo, un tránsito. Como el primer día de clase, o la primera cena en la casa de Gran Hermano, cuando se inicia una experiencia colectiva, un confinamiento, lleno de buenos propósitos de papel.

En cuanto se ha empezado a disipar el miedo aparece el hastío, que conduce a la exasperación y degenera en enojo, irritación y cólera.
Sin acabar el confinamiento, seis semanas después vencida ya la excitación inicial, don Ramón se puso ayer a golpear una  sartén. “¡Con esa no, que es la que nos regaló el banco!”, le reprochó su mujer. “Déjale, que les está reclamando el dinero del rescate”, terció Damián el platas.

sábado, 25 de abril de 2020

DÍA 41: La profecía



Hoy he desayunado recorriendo  el contorno de Portugal en el mapamundi de la pared de mi cocina, susurrando repetidamente la palabra saudade y extrañando un ramo de claveles rojos para hacer una revolución desde mi ventana. Oigo en la radio que también Roma celebra hoy, 25 de abril, la caída del fascismo. Al instante, como redoble de tambores en el culmen de la batalla, cruza el patio el sonido destemplado de una trompeta. No es precisamente una melodía, pero en potencia el artilugio del niño de Conchita y Pepe podría reventar, además de tímpanos, la propia muralla de Jericó.
En la pletórica excitación de estas evocaciones, después del zumo y el café, se ha diluido la preocupación. Esta mañana me desperté con dolor de garganta. Una pequeña afección unilateral, de la amígdala derecha, pudiera ser. En principio nada más abrir los ojos noté una ligera molestia que, como es común en mí, me dejó completamente aterrorizada.
No me atrevía a pasar saliva por no alcanzar la certeza de que aquellas punzadas eran un dolor real. Aguanté cuánto pude, quieta, con el cuello rígido. Pero al final me venció la evidencia. Tragué y sentí el dolor. Repetí la operación sin desmayo, incluso forzadamente para comprobar hasta dónde llegaba la molestia. Al tiempo, repasaba mentalmente los protocolos de limpieza a los que, estos días, he sometido a las provisiones alimenticias. Todo lo que llega del exterior es convenientemente esterilizado. Hasta el punto de que, últimamente, me preocupaba más intoxicarme con lejía que contagiarme de coronavirus. Aun así, temo que haya podido suceder un descuido. Cuando hace una semana salí a la farmacia, o quizá alguna manzana que olvidé desinfectar.

Hoy es sábado y me hago la promesa de no pisar el despacho ni encender el ordenador después de una semana saturada de trabajo. Me decido a limpiar la casa. Lo que más me gusta es la parte del plumero.
A las doce se ha visto a Petrita en el mirador, pero sentada en una silla. Increíblemente las flores de sus macetas siguen vivas a pesar de estar envueltas en plástico transparente. Empiezo a valorar la posibilidad de que esté aplicando alguna técnica con similar efecto a las carpas de los invernaderos. Porque los geranios y las begonias siguen rabiando de color y entusiasmo.
Imagino que sopla una ráfaga fuerte que deshoja todas las macetas de mi calle y un remolino de pétalos rosas y amarillos, rojos y blancos, llena el cielo de efímera primavera. Vuelan un rato y luego se posan sobre las aceras, los coches y los contenedores. Y todo lo gris queda poéticamente contaminado de alegría.

En el lugar de esta fantasía ha aparecido un globo azul que el viento zarandea a un lado y a otro de la calle, con ondulante movimiento; sin llegar a rozar las fachadas cambia al rumbo hacia el oeste. Sube, sube, sube y de repente gira sobre sí mismo y empieza a descender en un vuelo suave, ligero. Se deja acunar por el aliento frío que hoy agita las copas de los árboles y hace temblar las macetas de los balcones.
Varios vecinos seguimos al globo azul, los niños de los aviones de papel extienden los brazos queriendo atraparle. En una pirueta baila cerca de mi ventana, tanto que parece que alcanzo a rozarle. Entonces sube muy alto y se despide hacia el este, se achica en la distancia.

El resto del día ha sido plácido. Me he asomado varias veces al ventanal del salón pero ni vuelve el globo, ni estalla una lluvia de pétalos. Sobre las siete y media Marichelo ha bajado la basura y ha aprovechado para estirar las piernas en un corto paseo. Es la primera vez que la veo desde que organizamos el rescate en el patio de las pertenencias de Paco que ella arrojó por la ventana. Recorre la calle peatonal, arriba y abajo, con paso rápido. Cuando ya lleva unas vueltas veo que se acercan Pulcro y Dandy por calle principal. Puede que haya colisión, ahora que sabemos que nuestro vecino es cómplice de la ausencia de su marido Paco. Me pregunto si hoy ya habrán terminado la partida en la trastienda que ahora es hogar.

Pulcro avanza rápido por una calle, Marichelo baja aun con mayor energía por la otra. Como era naturalmente previsible chocaron al confluir frente a nuestro portal. Pulcro casi descarrila, del sopetón de hallarse frente a frente con la mujer de su amigo. Ella empezó a exigirle conocer dónde está Paco. Me pregunto si será tan difícil adivinar que duerme en la tienda. Pero hete aquí que Marichelo piensa que Paco no ha salido del edificio. “Le tienes escondido en tu casa”, se la oye bramar. El interpelado, más cauto, habla casi en un susurro y no podemos entender nada. Han salido las Ruten al mirador. Se oye que alguien abre el portal. Han entrado los dos y suben discutiendo por las escaleras. De inmediato tomo posiciones en la mirilla. “Enséñame lo que llevas en la bolsa”, oigo vocear a Marcichelo. Todavía no puedo verlos. “No es de tu incumbencia”, replica airado Pulcro. En ese tira y afloja llegan al tercero. Les veo de frente subir por la escalera. Demasiado de frente porque, horrorizada, veo cómo Pulcro extiende la mano y suena el timbre de mi casa. Me quedo paralizada. No puedo abrir de inmediato porque delataría mi indiscreta presencia en la mirilla. Durante unos segundos intento dar algunos pasos silenciosos hacia atrás para simular que llego desde otra habitación. Aunque los reproches de Marichelo pueden sofocar cualquier ruido.
Al fin, me decido y abro la puerta. Pulcro está frente a mí, pero a una distancia prudente. Marichelo está prácticamente sobre él. De tanto vocear se le ha humedecido la mascarilla y se le mete dentro de la boca cada vez que aspira para soltar un nuevo improperio. Pulcro no dice nada. Yo miro estupefacta. Hasta que, al fin, mete la mano en la bolsa y saca algo que me ofrece. Marichelo queda muda. Mi calcetín azul, el que se suicidó el otro día del tendal. “Se confundió con las cosas de Paco”, explica.
Marichelo empieza a subir las escaleras pero desde el descansillo del cuarto se vuelve y lanza una última e inquietante profecía: “Ten cuidado, José Luis, porque Paco te arrastra a la ruina con las cartas”.
No sé si a Paco le pierde el vicio. Pero ahora sé que Pulcro se llama José Luis.