En Cannes se ha llevado la Palma una película dura y triste
como una jornada de Bolsa, como el periódico de mañana y las noticias de ayer,
como las cuentas corrientes y los frigoríficos, como los mercados y el futuro. Tal vez sea otro síntoma del persistente desasosiego de
este presente que enhebra un día con otro forjándonos, sin querer, a ser
alistados en el permanente ejército de la zozobra. No sabemos muy bien que pasa
y si, en realidad, la verdad ya suficientemente oscura que nos ofrecen es aún
más opaca.
Si desde un vértice de la frontera de Europa mirásemos la
imagen que proyectamos como país, probablemente cambiaría el pálpito de
compasión con el que percibimos a Grecia o Portugal.
Criticamos a sus políticos que falseaban cifras económicas
para burlar los controles, como han hecho en España algunas comunidades
autonómicas escondiendo su déficit y facturas en el cajón.
Nos jactamos de la solidez de nuestras entidades
financieras, cuando las cajas –gestionadas por políticos y aficionados sin experiencia-
están podridas y envenenan el futuro económico de un país que camina al abismo
de un rescate.
Nos burlamos de una sociedad poco madura, olvidando la
picaresca española que nos ofrece cada día nuevos sainetes: 'Eres' fraudulentos,
jubilaciones y primas escandalosas para los políticos metidos a banqueros, más
de 10.000 sindicalistas liberados a sueldo del Estado que consumen 500 millones
de euros anuales, un 94% de clase empresarial que se declara partidaria del
soborno, un elevado índice de economía sumergida, paraísos fiscales para ricos
como las Sicavs; inversiones millonarias en aeropuertos sin aviones y en AVES
sin pasajeros; escándalos de financiación ilegal de partidos políticos; un
poder judicial que gasta dinero público en hoteles y restaurantes sin
justificación, y que incluso se jacta de ello; 62 diputados con casa en Madrid
que cobran 1.823 euros más al mes en dietas por alojamiento; incluso un alcalde
a sueldo de la mafia y el entremés de Urdangarín, Corinna, el elefante y el
Rey.
Nos creemos pasajeros de la primera categoría democrática y
despreciamos a los creadores tachándoles de titiriteros, tratamos como
delincuentes a los indignados, reformamos las leyes para que los trabajadores
tengan menos derechos, procesamos a un juez por intentar esclarecer los
crímenes de la dictadura, subimos todos los impuestos posibles pero sin hacer
pagar más a quien más tiene, permitimos que miles de familias pierdan su
casa y tengan que seguir pagando la hipoteca al banco, abrimos juicio al
canalla de Krahe por meter un crucifijo al horno, defendemos que en la
Universidad pública estudien los más ricos y no los más listos.
En nuestro descargo, podemos decir que todo esto lo
controlan cerca de 149.000 políticos, 78.000 de ellos con cargo directo, de los
que 8.000 son alcaldes; un ministro de Economía, que antes trabajaba en Lehman Brothers,
y un registrador de la propiedad pusilánime con pánico escénico. Y para
afianzar la desconfianza la baronesa Thyssen vende un cuadro.
A los ciudadanos, nos aterrorizan todos los días con primas
de riesgo disparadas, recortes y miserias. Nos conservan anestesiados porque
así incubamos el miedo que nos paraliza. Aún así, acertamos a intuir que tal vez nos hemos
precipitado compadeciéndonos de Grecia, país donde los médicos públicos han
decidido seguir atendiendo a los 'sinpapeles'. O de Portugal, donde las familias en paro podrán estar año y medio sin
pagar hipoteca o entregar la casa al
banco y convertirse en inquilinos, con un alquiler que no supere el 45% del
sueldo.
Tenemos que reflexionar acerca de la imagen que estamos
proyectando como país. Y asimilar que si alguna vez nos creímos mejores que
otros, fue un error.