jueves, 10 de mayo de 2012

Despertar del letargo


Cuando sale el sol después de nueve meses de tinieblas, es noticia en Santander. La ciudad se transforma en un gigantesco ascensor, en un espacio donde el tiempo es la única conversación. Parecemos un poco más alegres y salimos a la calle a alimentarnos de luz. Los bancos de la plaza del Ayuntamiento, lugar de tránsito hacia el Mercado de la Esperanza, se hacen más insuficientes que nunca. Todavía hay algún señor que se hace un gorro de cuatro picos con el pañuelo, y una señora que se protege del sol con el periódico, con la página que dice que el Ayuntamiento ha empezado a plantar 60.000 flores en los jardines de la ciudad, una primavera artificial que aún se verá marchitada por más aguaceros y brumas antes de que llegue el verano.
También reverdece el Sardinero con riadas de santanderinos paliduchos y ojerosos, llegados de un luengo invierno, ansiosos por hacer la fotosíntesis; los más impacientes se lanzan a la arena y pasean por la orilla del mar con los pantalones remangados y los zapatos en la mano, tocados con una visera de propaganda. La terraza del bar del Faro –esa espectacular atalaya sobre un Cantábrico más bravo y seductor que la mansa bahía santanderina- se llena a mediodía de pandillas ávidas de sol y picoteo que aprovechan la pausa de la comida para congraciarse con Santander.

Ya, por la tarde, se forman colas en las heladerías del Paseo Pereda que la gente recorre, también el muelle, con obligada veneración en una y otra dirección saludando a diestro y siniestro, como pavos reales exhibiendo las secuelas del letargo y sus primeras galas de verano. Si además sopla sur a todos se nos prende la mirada de Peña Cabarga, en esa estampa de postal que enternece hasta a los más caústicos y se percibe más nítida y más cerca del muelle que de costumbre. Los niños saturan los columpios de Pereda con un bullicio de estorninos insoportablemente feliz. El paseo de Reina Victoria rebosa de paseantes ávidos de luz y calor en un ir y venir entregado a disfrutar hoy, con urgencia, por si mañana al levantar la persiana descubrimos que todo fue un espejismo. La gente sonríe.

Nada cambia. Así una primavera tras otra, sacudiéndonos del letargo como perezosas cigarras en una ciudad hasta ayer triste. Mañana los periódicos publicarán la misma foto de todos los años con santanderinos al sol, como si fuera una rareza en vez de un ritual que llega todos los años con el primer día de luz y calor.  

Particularmente me gusta ese Santander gris, brumoso, triste, con su mar enfermo de furia, y en cuanto el termómetro se dispara empiezo a desear el otoño, la estación más cálida y melancólica que existe. Pero, hoy, además, es primavera en Santander porque Luis García Montero está aquí y, como él dice, la poesía es un esfuerzo por descubrir todos los matices del mundo. Todos los colores y las sensaciones que hoy destila el cielo azul sobre Santander. El poeta ha dicho que “vivimos en una sociedad de usar y tirar que llena de basura la realidad”, aunque, hoy, Santander, está llena de flores y de sol, los símbolos más almibarados de esa primavera que siempre llega al norte con retraso. Pero hay días que se admite hasta la cursilería.