miércoles, 9 de mayo de 2012

La burbuja retórica

Hace tiempo que resulta prácticamente imposible rescatar un discurso ético elevado. Los políticos, aconsejados por quienes redactan sus soflamas y cada vez menos duchos en el arte de la retórica, nos repiten una y otra vez la consigna del día. Una frase repetitiva y corta, a la medida –creen ellos- de nuestra capacidad mental. Lo llaman mensajes y suelen ser fáciles, ligeras y hasta cursis.
Los discursos están vacíos de contenido, son huecos. Simplemente plantean lo contrario al enemigo político, sin argumento ni razón; solo responden a la partícula de un instante, nunca enuncian más allá del dato inmediato o de la cuestión del día. No disparan artillería ideológica, porque eso supone compromiso y los políticos, ya se sabe, tienen que tener la lengua libre para traicionar a su propia memoria si la ocasión lo requiere.

Son productos descafeinados, uno se da cuenta de ello cuanto relee los discursos y las ardientes y elucubradas intervenciones de los políticos de hace casi un siglo. Sin apenas parafernalia propagandística protagonizaban encendidos debates en las tribunas que dejan en evidencia a los protagonistas de la sesión de control de nuestros miércoles.

En realidad, no tenemos ni exigimos opinión sobre las grandes cuestiones de la humanidad, ni del país, nos conformamos con que alguien trate de solucionar –arrimando el ascua a la sardina de sus intereses- pequeñas diatribas cotidianas que se quedan en meros debates superficiales.

Los discursos son ligeros, se evaporan nada más ser consumidos, utilizan términos ambiguos; no son más que meras repeticiones de un estribillo con estrofas de un soneto medido en lugares comunes, vaguedades y referencias a la inoperancia del enemigo político. Algunos se bañan en términos como iniciativas sostenibles, políticas transversales, acciones de innovación, hojas de rutas eficientes, hitos ilusionantes o generación de sinergias; y pronuncian frases recurrentes como ‘mi único compromiso es con los ciudadanos’, ‘la única encuesta válida es la del día de las elecciones’, ‘estoy a disposición de mi partido para lo que considere conveniente’ o ‘no haré declaraciones sobre un proceso judicial en marcha”.

No hay discurso teórico. Se declaran partidarios del Estado de bienestar sin practicarlo, o asumen los principios liberales o socialdemócratas en una amalgama a la medida de los intereses que marca la actualidad, sin tener muy claro que quieren decir en su fondo. Confunden el discurso con las declaraciones. Y viceversa.

Por eso los ciudadanos nos vamos haciendo cada vez más sordos, somos día tras día un poco menos porosos a sus mensajes; crece nuestro escepticismo al ver que se alternan en los gobiernos sin ser capaces de ofrecer una alternativa ética, creíble, real. En su carrera por llegar al poder se van desprendiendo de su pátina ideológica y se van haciendo más abiertos para obtener más votos, lo que equivale a renunciar. Sus propuestas acaban siendo tan generalistas que apenas se encuentran diferencias reales entre ellos. Acaso esta desazón explique que los desesperados ciudadanos griegos se dejen vencer por otros discursos peligrosos. Pero diferentes. Algunos no están haciendo bien su trabajo.

Aquí, en España, tenemos soberbios ejemplos de retórica política. “Haré lo que tenga que hacer, incluso lo que he dicho que no iba a hacer”