Los discursos están vacíos de
contenido, son huecos. Simplemente plantean lo contrario al enemigo político,
sin argumento ni razón; solo responden a la partícula de un instante, nunca
enuncian más allá del dato inmediato o de la cuestión del día. No disparan
artillería ideológica, porque eso supone compromiso y los políticos, ya se
sabe, tienen que tener la lengua libre para traicionar a su propia memoria si
la ocasión lo requiere.
Son productos descafeinados, uno
se da cuenta de ello cuanto relee los discursos y las ardientes y elucubradas
intervenciones de los políticos de hace casi un siglo. Sin apenas parafernalia
propagandística protagonizaban encendidos debates en las tribunas que dejan en evidencia
a los protagonistas de la sesión de control de nuestros miércoles.
En realidad, no tenemos ni
exigimos opinión sobre las grandes cuestiones de la humanidad, ni del país, nos
conformamos con que alguien trate de solucionar –arrimando el ascua a la
sardina de sus intereses- pequeñas diatribas cotidianas que se quedan en meros
debates superficiales.
Los discursos son ligeros, se evaporan nada más ser consumidos, utilizan términos ambiguos; no son más que meras repeticiones de un estribillo con estrofas de un soneto medido en lugares comunes, vaguedades y referencias a la inoperancia del enemigo político. Algunos se bañan en términos como iniciativas sostenibles, políticas transversales, acciones de innovación, hojas de rutas eficientes, hitos ilusionantes o generación de sinergias; y pronuncian frases recurrentes como ‘mi único compromiso es con los ciudadanos’, ‘la única encuesta válida es la del día de las elecciones’, ‘estoy a disposición de mi partido para lo que considere conveniente’ o ‘no haré declaraciones sobre un proceso judicial en marcha”.
No hay discurso teórico. Se
declaran partidarios del Estado de bienestar sin practicarlo, o asumen los
principios liberales o socialdemócratas en una amalgama a la medida de los
intereses que marca la actualidad, sin tener muy claro que quieren decir en su
fondo. Confunden el discurso con las declaraciones. Y viceversa.
Por eso los ciudadanos nos vamos
haciendo cada vez más sordos, somos día tras día un poco menos porosos a sus
mensajes; crece nuestro escepticismo al ver que se alternan en los gobiernos
sin ser capaces de ofrecer una alternativa ética, creíble, real. En su carrera
por llegar al poder se van desprendiendo de su pátina ideológica y se van
haciendo más abiertos para obtener más votos, lo que equivale a renunciar. Sus
propuestas acaban siendo tan generalistas que apenas se encuentran diferencias
reales entre ellos. Acaso esta desazón explique que los desesperados ciudadanos
griegos se dejen vencer por otros discursos peligrosos. Pero diferentes.
Algunos no están haciendo bien su trabajo.
Aquí, en España, tenemos
soberbios ejemplos de retórica política. “Haré
lo que tenga que hacer, incluso lo que he dicho que no iba a hacer”.