La primavera estalla en Madrid
cuando se inaugura la feria del libro. Cuando en las veredas del Retiro las
casetas orquestan un seductor bulevar de letras, abrigado con el ir y venir de
miles de personas que cimbrean el alma de esta verbena literaria.
Entonces, Madrid huele a papel. Los
libros embriagan una ciudad que de ordinario respira por los tubos de escape,
como si todas las librerías abriesen a la vez sus puertas para inflamar con
incienso literario la geografía urbana y gris de una ciudad que enardece con
este festival de letras.
Supongo que ejerce un influjo
arrebatador, tal vez porque al recorrer el esqueleto de letras que se teje en
el Retiro todos soñamos con encontrar un libro que nos de aliento, que nos estimule,
que nos enamore. Siempre hace sol, no recuerdo que la lluvia estropee ese desfilar
acalorado e impaciente entre cientos de editoriales.
Resulta inevitablemente
placentero descubrir los rostros de las plumas de narradores y poetas entre los
libros, en las casetas. Especialmente aquellos autores a quien nadie reclama, que
exponen su vanidad en este gran escaparate editorial a la espera de poder
rubricar una edición rescatada del olvido que, finalmente, siempre alguien les ofrece
con generoso entusiasmo.
Retales de conversaciones que se
filtran en el recorrido emocional por las casetas, que saltan de las páginas de
los libros, que penetran a través de todos los poros de la piel. Lo
conté una vez. Uno de mis placeres favoritos es releer fragmentos de libros, párrafos
y frases que acostumbro a señalar y que componen un fascinante puzzle
literario. A veces, dedico una tarde a repasar esas pequeñas fracciones
escogidas.
La feria siempre es, además, un
recorrido vital en el que uno se tropieza con lecturas gastadas que ahora
descubren otros más jóvenes y que nos transportan -es imposible sustraerse a
esa nostalgia- al intenso pretérito, al escenario en el que recorrimos esas
palabras. Abro las páginas de ‘El
amor en los tiempos del cólera’, es una edición barata, gastada por la curiosidad de las manos de quienes transitan esta vereda, y de inmediato brotan los
recuerdos, las sensaciones, caricias, presencias, aromas. Recupero la
memoria de una tarde en una playa de una ciudad del norte, abrazada a esas
palabras. También estallan los sueños rotos; y las amargas gotas de lluvia de pena nos envuelven en una deliciosa melancolía.
Me hace feliz recorrer
estas veredas que, en el atardecer de Madrid, mientras el sol se desliza en silencio tras las azoteas, susurran palabras de Borges y suspiran versos de Ángel González.