Compraron una casa hace cuatro
años por 100.000 euros en un barrio modesto de una ciudad modesta. Perdieron el
trabajo y dejaron de pagar la hipoteca en noviembre. Ahora el banco se queda
con ella y les reclama, además, 161.000 euros. Quedarán de esta manera encadenados
de por vida a la pobreza, esclavos de un banco. La mayoría de los ciudadanos de
este país no podrían ahorrar esta cantidad ni en dos vidas, eso suponiendo que puedan
trabajar y puedan comer, que en esta oscuridad, no esta al alcance de todos.
La historia ha saltado hoy a la
portada de un periódico local, pero todos los días un banco llama a la puerta
de alguna familia para cobrar con usura su envenenado préstamo; con el amparo
de quienes nos gobiernan, que no han prohibido tan reprobables prácticas. Más
bien, se han limitado a poner un patético paño caliente con una iniciativa que,
de puro ingenua, resulta insultante: Que los bancos sean buenos y que,
voluntariamente, se den por satisfechos con la dación en pago; esto es, con la
entrega del piso para saldar la deuda.
Los resultados de tan necia iniciativa
saltan a la vista. Es tan ilusa como pretender que los ciudadanos paguen impuestos
de forma voluntaria. Pero establece a las claras la amoralidad de muchos de
nuestros dirigentes políticos que prefieren consentir estas repugnantes injusticias,
antes que legislar para prohibirlas.
La codicia y la ambición de los
bancos no tienen freno, y campa a sus anchas en un país con políticos pusilánimes
incapaces de defender los derechos de los ciudadanos. Las páginas de
los periódicos están llenas de ejemplos. Caja Cantabria llegó al extremo de
vender preferentes a una anciana con alzheimer que se presentó en el banco con
su cuidadora.
No se escandalicen. Es legal. Esto
ocurre en un país democrático y civilizado. Pero estos son los inconvenientes
de vivir en el estado de bienestar que, unos y otros, dicen que habitamos. Son los
daños colaterales de una libertad financiera extrema que ningún político se
atreve a acotar. El precio del desarrollo económico. Nos han convencido de que
es imprescindible acatar estas reglas inmorales para que el ecosistema podrido
en el que vivimos continúe fabricando cada día nuevos esclavos. A eso, algunos,
lo llaman vivir.