En las cartas al director de un
diario una señora de Santander se queja de que en hora punta el autobús huele a
pescado y sudor. No es novedad. Probablemente sea una de esas damas que gustan
de hacerse las remilgadas porque gastan el privilegio de tener quien las compre
las sardinas y pretenden, por tanto, que el resto de personas no comentan la
ordinariez de atufar a los viajeros del transporte público. Me la imagino peliteñida,
de exuberante cardado, con las bolsas de los ojos camufladas detrás de unas
gafas oscuras.
Es la misma señora que el otro día,
en la sesión de manicura, escupió: “Yo en esta vida he trabajado muchísimo, fíjese
usted que he tenido que criar a seis hijos sin más ayuda que la de dos
interinas”. O la de esa otra que espera en la cola de Zara y que –en un
frustrado intento de parecer que tiene más clase que el resto- desdeñosamente
espeta en voz bien alta para que el eco llegue al último de la fila: “Igual me
voy a chupar unas patas al Marucho”.
Hablar de marisco con desdén, afectarse
por el olor a pescado o presumir de haber sido señora de, son tres estados
vitales de la tipología santanderina femenina popular. No deja de ser peculiar comprobar
que cada uno se indigna con lo que quiere. A unos les molesta el tufo a pescado
con la misma furia que otros reniegan del capitalismo o llenan las plazas de
España desesperanzados exigiendo una democracia real.
Quedamos pocos ciudadanos
vivos, la mayoría hemos pasado a un estado latente de resignación. Somos meras
marionetas indiferentes. Si hace un año clamábamos por un cambio, hoy es peor,
sabemos que no hay alternativa. Aunque a quienes nos gobiernan no les importa si
estamos o no indignados, porque no nos escuchan. Solo les preocupa que salgamos muchos en la foto, por eso nos tratan como a delincuentes y no como a ciudadanos. Y sofocan la rebelión de un peligroso comando integrado por ancianos en tacatás y sillas de ruedas con toda la artillería policial de Cantabria. En unos días, pedirán refuerzos al ejército para impedir que los habitantes de La Pereda, vigilados por seguridad privada, cuelguen pancartas en este pequeño trozo del Santander inteligente.
El país se
derrumba y todo apesta a nuestro alrededor, señora.