Un estudio de la Universidad de
Harvard dice que los seres humanos hablamos de nosotros mismos, evidentemente,
por la satisfacción que nos produce. Somos nuestro propio tema de conversación.
Al parecer, cerca del 40 por ciento de nuestra plática gira en torno al ego y,
el resto, es fácil imaginar que queda reservado al fútbol y a despotricar de la
política, la crisis y la televisión, no se sabe muy bien en qué orden.
La familia Real se reunió ayer en la
Zarzuela pero no celebró las bodas de oro de los reyes. Ni falta que les hacía,
con lo animado que habrá estado el capítulo de reproches. Esos si que ayer
cumplieron la estadística y hablaron de sí mismos.
En las redes sociales el
porcentaje de conversaciones que se dedican a hablar de uno mismo asciende
hasta el 80 por ciento, lo que demuestra a las claras una actitud
exhibicionista desde el punto de vista emocional y personal. No computan a
efectos estadísticos los políticos, que siempre prefieren hablar de lo mal que
lo hace otro y no de lo suyo.
Lo cierto es que hasta ahora se
daba por cierto que éramos más aficionados a hablar de lo ajeno que de lo
propio; pero esta constatación científica lo desmitifica: Nuestra vocación al
cotilleo es un segundo plato. Está el ejemplo de Santander, una ciudad –como
acertadamente definió un cantautor uruguayo- donde todo el mundo se conoce y
hace como que no se conociera. Y cuando alguno saluda, lo hace con algún insufrible
tópico del tipo: “Hola, ¿qué tal?, ¿cómo va todo? ¿Bien, no?”, lo que corrobora
su absoluta indiferencia hacia nosotros. No da opción ni a pronunciarse.
Pero el arte de la estadística es
prolijo en minuciosos estudios extravagantes, inverosímiles y, en cualquier
caso, rematadamente inútiles. Otra encuesta internacional de cultura científica
patrocinada por un banco español asegura que el 54,3 por ciento de los
españoles no habla nunca de ciencia en sus conversaciones. Si cruzasen datos
con Harvard, sabrían que es porque están muy ocupados hablando de sí mismos.
De todos modos, a lo mejor somos
nosotros los que cuando mentimos en las encuestas forjamos sin quererlo estadísticas
absurdas y, lo que es más grave, generamos los políticos, los productos y los
contenidos televisivos que tanto deploramos.
En todo caso, el colmo de un sociólogo
es quedar el último en las encuestas. Como le ha pasado al ministro Wert, soberbio
ejemplar de raza neoliberal y cerril defensor a ultranza de las clases más
favorecidas. El gurú de Demoscopia no es más que un herrero que se come con
cuchara de palo un suspenso en las encuestas, que antes sazonaba, desde su
despacho, para no destrozar el corazón de sus clientes.