Cuando dicen que 19 millones de viajeros van a ver todos los años en la tele de los autobuses municipales de
Santander los videos sobre emprendedores que van a proyectar para favorecer la
actividad empresarial, me pregunto cuántos de esos ciudadanos soy yo. Calculo
que entre semana cojo un autobús todos los días, en trayecto de ida y vuelta
por lo que, si hago cuentas, me temo que robo a la estadística 480 viajeros al
año. Casi quinientos avatares de mí mismo que al cuarto viaje soportando el
mismo video serán impermeables al efecto propagandístico pretendido. Pero el
impacto de una cifra tan grandilocuente aspira a generar la pedantería de tratarnos
de convencer de que uno de cada dos españoles se sube al autobús en Santander al
menos una vez al año, como si la flota municipal fuese un Ryanair al paraiso.
El autobús no es un espacio para
ver la televisión cuando hay tanta fauna urbana que lo habita, diversidad que resulta
cautivadora y extravagante para el viajero. Mi preferida es la señora que, cuando
el autobús se desliza entre Cazoña y El Alisal, toma la línea a Corbán en una
de sus paradas. Se atusa con coquetería su deslucida media melena color humo, acariciada
siempre por un gastado sombrero de paja con guarnición de flores de tela
marchita.
Habla despacio, desparramando lentamente las palabras a su alrededor imprimiendo
en cada frase un discurso orgulloso, soslayando el engreimiento. “¿Pero no ha
leído usted mis memorias?”, reconviene invariablemente al conductor la anciana
de dulce apariencia. Tras una pausa, en la que esboza una sonrisa beatífica,
prosigue con paciencia: “Sabrá usted que soy escritora. Mis relatos son muy famosos,
todo Santander me conoce”, dice mientras rebusca el libro que nunca encuentra
en el carrito de la compra que siempre le acompaña a modo de bolso de Mary Poppins
y donde, mucho me temo, cabe toda su vida que transita de una parada a otra del
autobús.
Allí esconde un infantil bolso, un paraguas de largo y retorcido mango,
un rollo de burbujitas de plástico para embalar y un cuaderno sin tapas lleno
de letras desordenadas, de trozos de versos sueltos y de palabras bonitas que,
alguna vez, muestra con petulancia a los viajeros más escépticos como prueba de
su talento.
Ya no me pregunto donde habita
porque la veo bajarse del autobús, con trabajoso esfuerzo, y cuando arranca de
nuevo y echo la vista atrás se ha fundido ya en mi memoria, y en toda la
avenida no hay rastro de la deslucida media melena color humo acariciada siempre
por un gastado sombrero de paja con guarnición de flores de tela marchita.
Entonces vuelvo mi mirada hacia
los buzones donde antes se almacenaron algunos ejemplares de poesía y relatos para
acompañar los desplazamientos. Pero ahora siempre están vacíos, porque los libros están prisioneros
en las estanterías y los cajones de alguno de los 19 millones de viajeros que
los secuestran para que sus páginas no respiren, para que no se escapen las
letras.
Por tanto, no me queda más remedio
que conectarme los auriculares y escuchar la radio. Pero mientras el autobús
sortea la complicada orografía urbana ascendiendo hacia Miranda, escucho que el
humo del diesel ha sido declarado cancerígeno, que desde hace quince años el
CSIC desperdicia dinero en conseguir un coche sin conductor que sirve para que no
nos aburramos en los atascos, que el Ayuntamiento de Santander va a
inspeccionar los parques y jardines con bicicletas eléctricas; o que el exgobernador
del Banco de España, Miguel Ángel Ordóñez, iba a comprar al mercado para
cotillear los precios de las gambas y el pollo travestido de ciudadano normal
con vaqueros y gorra, como Cristina Cifuentes en las asambleas del 15M, que se
calzó unas deportivas y ya se creía investida de la estética perroflauta.
Y entonces siento un desaforado
deseo de leer el cuaderno de la mujer de la deslucida media melena color humo acariciada
siempre por un gastado sombrero de paja con guarnición de flores de tela
marchita.