La condena de Videla me
reconcilia con el mundo, aunque sea tarde y mal, como habitualmente se dejan
suceder estas cosas, porque lo más temible de estos sanguinarios verdugos es
el atroz ejemplo de su impunidad. La sentencia que le condena a cincuenta años
de cárcel por el robo de bebés durante la dictadura argentina, entre 1976 y
1981, da la razón a las Abuelas de la plaza de mayo que desde la restauración
de la democracia en 1983 han luchado por sentar en el banquillo a los responsables
de la tortura y muerte de sus hijas y de la desaparición de sus nietos.
Cierto es que la sentencia supone
una simbólica victoria moral dado que Videla, con 86 años, y otra decena de cómplices
en el gobierno de la dictadura, ya cumplen cadena perpetua desde 1985 por
asesinatos y todo tipo de delitos de lesa humanidad. Poco le importaba añadir
unos años más. A nosotros si debe importarnos, porque certifica que triunfa la justicia,
y no la venganza, como algunos pueden colegir del hecho de que esta última condena
no tenga repercusión en forma de castigo efectivo.
Hace poco los crímenes de guerra
en Sierra Leona pasaron factura a Charles Taylor que fue condenado a cincuenta años
de cárcel por el tribunal penal de La Haya. Pero hay otros demonios que para vergüenza
de la humanidad no han sido sometidos al veredicto de la justicia y, es más,
algunos de estos personajes, como el especialmente hiriente Pinochet, se han
jactado de ello hasta su último aliento transformándose, cuando convenía, en un
desvalido y demente abuelito para burlar la orden de captura internacional en
Londres emitida por Garzón, o los posteriores procesos judiciales que a raíz de
esta iniciativa se abrieron en Chile.
Por desgracia, la lista de
dictadores que abrazan la impunidad es demasiado larga y supone un fracaso de
la comunidad internacional, que acaba encontrando más cómodo que Gadaffi sea
eliminado en un cruento combate civil o que Sadam Hussein, tras dos años de
juicio, fuese condenado a morir en la horca por el Alto Tribunal Penal Iraquí.
Montesquieu dijo que la ley ha de
ser como la muerte, que no exceptúa a nadie. Pero hay en algunos de nosotros un
poso de justicia mal entendida que considera que mirar hacia atrás en el tiempo
para juzgar los crímenes de una dictatura es una innecesaria ansia de venganza.
Pasar página es una cobardía colectiva, es el fracaso del estado de derecho que
tanto ponderamos; supone condenar al silencio y al olvido a las víctimas y a
sus familiares negándoles su derecho a la justicia. Es, por tanto, discriminatorio,
además de cruel.
Supongo que para quienes somos
ajenos a las víctimas mirar hacia otro lado es una actitud mucho más cómoda, no
enredarse en el pasado, no escuchar ni sufrir con sus testimonios,
con el dolor ajeno. Y en última instancia, no sentirnos culpables, ni cómplices
del silencio, del olvido, de la indiferencia, de la pasividad.
En España lo sufrimos a diario. Muchos
de quienes reclaman que los terroristas etarras se pudran en la cárcel, son fanáticos
defensores de la amnistía hacia los asesinatos franquistas, como si en ambas
circunstancias el resultado no hubiese sido el mismo: Un crimen. No es
venganza, es justicia. La misma que se aplica automáticamente todos los días al
ladrón que roba un coche o al que arranca el bolso a una señora.
Videla no podrá resarcir a las víctimas del mal
causado, pero esa no es razón para que no sea condenado. Tal vez lo más repugnante,
lo más desasosegante, es que ni siquiera está arrepentido, como hemos podido
comprobar en el proceso judicial. Si el demonio existe, uno de sus nombres es
Videla. Una naturaleza envenenada y pútrida.