Ayer
se han producido en España dos gestos extraordinariamente anómalos.
Probablemente también se destapó a otro corrupto, alguien metió la mano al cajón
y un tercero se lucró con el descrédito de un dinero público mal invertido. Pero
los periódicos dan cuenta de dos hechos desacostumbrados que, acaso por esa
misma naturaleza, fertilizan la polémica.
Uno
es que Amancio Ortega, el quinto hombre más rico del mundo, ha donado veinte
millones de euros a Cáritas, la mayor contribución privada que la organización ha
recibido en sus 67 años de historia.
El
otro es que el novelista Javier Marías ha renunciado al Premio Nacional de
Narrativa dotado con veinte mil euros que otorga el gobierno de turno.
A Ortega
se le critica que solo le supone un pellizco del 0,05 por ciento de su
extraordinaria fortuna. Pero hasta ahora también se le afeaba, como al resto de
ricos, que no contribuyeran ni con un duro de más para sortear los adversos
efectos de la crisis.
A Marías
supongo que no se le perdona que sea capaz de ganarse la vida y el prestigio
sin recibir dinero público, y sin la necesidad de sentirse reconocido por el empalagoso
almíbar de los halagos oficiales, que acaba por contaminar políticamente a todo
el que recibe una medalla a propuesta del partido político gobernante.
Podemos
discrepar, censurar, rebatir, criticar, denostar e incluso despreciar sus comportamientos.
Pero tengamos en cuenta que más allá de estas acciones impera una inhumana y
atroz realidad de la que echamos pestes todos los días. La dubitativa e
irresoluta acción del Gobierno, el reiterado descrédito de la gestión política,
la usura bancaria y los escandalosos desahucios que generan deudas vitalicias, la
paranormalidad de Mariló Montero y su teoría de que el alma humana habita en el
hígado de los malvados, los recortes, copagos, privatizaciones, las pensiones
menguadas, los salarios reducidos. Y nuestra dignidad de ciudadanos por los
suelos.
Probablemente
no hay que extenderse en aplausos y agradecimientos. Pero tampoco denostar insólitas
iniciativas como que un hombre rico regale veinte millones de euros a los
necesitados, y otro hombre ilustrado nos ahorre otros veinte mil euros y una medalla. Lógico. Estamos estupefactos, y tardaremos en asimilarlo.