El
otro día descubrieron a un hombre que llevaba quince años muerto. Tenía el
pijama puesto y estaba acostado sobre la cama de su casa, a la que los
servicios municipales accedieron por casualidad tratando de solucionar unas filtraciones
de agua denunciadas por una vecina.
Vivía
en una casa en Lille, al norte del país, y era español. Se llamaba Alberto Rodríguez
y habitaba el mundo en una burbuja de soledad tan descomunal que solo la
casualidad le ha devuelto al recuerdo. Nadie le echó de menos, nadie le lloró. Ha
pasado quince años en silencio y ahora, repentinamente devuelto a la actualidad
ha cobrado más notoriedad de la que nunca tuvo en vida. Ha sido precisamente el
anonimato de su existencia, exhibido en el mudo letargo de su despedida, la
causa que ha forjado el interés por este protagonista, intuimos que
involuntario, de esa incomunicación.
Su
muerte no desató ninguna reacción. Probablemente hasta habrá seguido recibiendo
regularmente su pensión en el banco, a donde habrán sido girados los recibos de
luz, agua e impuestos de la casa que tenía en propiedad. Es decir, que su vida
ha seguido sin él. Quizá porque ya estaba muerto en vida, ya que para el estado
somos ciudadanos, no personas, y seguimos vivos mientras paguemos regularmente
nuestros impuestos.
Esta
es la historia del hombre del traje gris, en cuya anónima historia hurgan ahora
sin pudor los investigadores para despejar la incógnita de quién fue y porqué
nadie le añora. Toda su intimidad celosamente preservada en esa soledad está
ahora expuesta como un escaparate a la policía, los vecinos y los periódicos,
que quieren construir su historia triste.
Aunque
quizá se forjó el destino a su antojo. Y quizá amó y fue amado con todo el
ardor del que fue capaz, a lo mejor fue extraordinariamente dichoso conociendo,
compartiendo. Tal vez la vida le llevó a donde tantas veces había viajado con
la imaginación.
Dicen
que la soledad es un infierno para los que intentan salir de ella. Pero también
felicidad para quienes se esconden en ella.
Montesquieu
decía que queremos ser más felices que los demás, pero eso es muy difícil porque siempre les imaginamos más felices de lo que son. Tal vez también
cometemos el mismo error con la tristeza y la soledad.