‘Varios
tragos es la vida y un solo trago la muerte’. Erró el poeta cuando hizo verso
esta certeza. El otro día Miguel Hernández ha sido condenado a muerte por
segunda vez. En esta ocasión la sentencia mortal no emana del juicio sumarísimo
sin garantías celebrado en 1940, sino del Tribunal Constitucional de la España
del siglo XXI, que no ha accedido a anular la condena a muerte, como pedía su
familia.
Desapareció
en la oscuridad, que dijo su amigo Pablo Neruda, y no ha podido resucitar a la
luz de la libertad. Habita el cementerio de los zapatos viejos que él mismo
glosó. Y del que no hemos podido desamordazarle para regresarle, en sus propias
palabras, de esa memoria podrida en la que respira su recuerdo.
Miguel Hernández fue condenado por delito de adhesión a la
rebelión previsto en el Código de Justicia Militar del año 1890 a la pena de
muerte, que fue conmutada por treinta años de prisión, que no llegó a cumplir,
ya que la enfermedad le mató en la cárcel en 1942.
Cierto
es que nada importa ya, cuando no podemos devolverle la vida. Como a tantas otras
personas que la consumieron en el irracional ardor de aquella España. ‘Tristes
armas, si no son las palabras’, nos dejó escrito. Pero parece que tampoco
estamos preparados para devolverle la dignidad. Y eso si enturbia un poco
nuestras ínfulas demócratas levemente prendidas por las frágiles costuras de
una transición que aún supura demasiado duelo.
La
justicia española derrocha recursos en proteger el presunto honor de presuntos famosetes
heridos en su presunta dignidad. Todos resarcen sus heridas con dinero. La
familia de Miguel Hernández solo busca limpiar su memoria. Y hemos sido
incapaces de hacerlo.
Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro
es mi profesión y mi destino /que mancha con su lengua cuanto lame.