El escritor británico Julián Barner dice hoy en la prensa que
el tiempo actúa como un disolvente que pulveriza los recuerdos. Por eso a veces
creemos que hemos hecho con nuestra vida lo que nos hubiera gustado hacer, aunque
no sea así, aunque medie un abismo entre el recuerdo y la realidad. El recuerdo
del mal pasado es alegre, enunció Cicerón.
La reconstrucción ideal del pasado es una patología muy común,
que roza lo vulgar. Lo practican con afán algunos políticos que cuando tocan
poder sufren amnesias parciales acerca de aquellas defensas que ahora, desde su
atalaya, resultan poco convenientes para la realidad de sus nuevos intereses.
Cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, incluso la mísera
España que se desperezaba de la dictadura o la reconversión industrial de los
ochenta y la crisis del 92, que dinamitaron los sueños de muchas generaciones con aquel futuro incierto y oscuro del que nunca pensamos que se podría huir. Cuando los estragos del paro no eran noticia y los universitarios -ahora como antes- abandonábamos la facultad para ejercer de barrenderos y conserjes. Y emigrar era un sueño aún más complicado, sin Ryanair, ni el colchón de papá y mamá, ni la pensión de la abuela. Pero aquello se esfumó. Y, ahora, todo
parece más suave que las severas dificultades que atravesamos que, por
supuesto, percibimos como la mayor catarsis económica y moral que nos ha tocado
padecer.
En este caso puede que la memoria no nos engañe y que sea la
más brutal acometida a nuestro sistema de libertades y especialmente de
bienestar. Pero qué pronto olvidamos aquellos lunes al sol que ahora regresan
con mayor fiereza a conquistar ese efímero paraíso capitalista, en el que a la
mayoría de nosotros no nos dio ni tiempo a vivir por encima de nuestras
posibilidades, porque éramos mileuristas. Hasta eso nos parece hoy mejor. El
recuerdo que deja un libro es más importante que el libro mismo, decía Becquer.
Lo que no se convierte en recuerdo es como si nunca hubiese
existido. Para no enfrentarnos con el espejo a veces amargo del pasado, la
mayor parte de nuestros recuerdos son falsos, nuestra vida no es más que la
historia que contamos acerca de ella. El tiempo moldea el pasado para que emule
el pretérito pretendido, la vida que hubiésemos querido vivir. Sobre todo con más
intensidad. En la memoria todas las sensaciones son más potentes de lo que en
realidad fueron, más dichosas y también, cómo no, más amargas. ‘Hoy no me
alegran los almendros del huerto. Son tu recuerdo’, escribió Borges.
En realidad la vida solo es lo que somos capaces de recordar.
Y poder disfrutar de los recuerdos es vivir dos veces. Dicen que la memoria es
el único paraíso del que no podemos ser expulsados. La única trinchera para
estos tiempos de incertidumbre. Aunque García Márquez le añade un inconveniente:
El afán de querer olvidar es mi mayor ímpetu para recordarte.