Mañana es el día de la Constitución. Ese documento que después
de cuarenta años de amarga dictadura nos unió a todos en la democracia a cambio
de un silencio, olvido y perdón que, treinta y cuatro años más tarde, aún supura
dolor, por esa decisión de enterrar un pretérito aún vivo que desde entonces no ha dejado
de pedir justicia.
Fue un precio demasiado alto, pero acaso el único
salvoconducto posible hacia la libertad que aquellos españoles de orden
herederos del cacique ansiaban también frustrar. Fuimos demasiado generosos con
el dictador, su enriquecida familia que aún vive de lo que saquearon, sus ministros
y cómplices, algunos de ellos oportunamente reconvertidos en demócratas cuando
fracasaron todas sus estrategias para impedirlo e, incluso, reconocidos hoy
como grandes estadistas.
La democracia en España es más madura de lo que dicen, o tal
vez más absurda, lo suficiente como para permitir, entre otros disparates, que exministros,
responsables y verdugos de aquel régimen hayan vivido camuflados de demócratas en
los bancos del Congreso o al frente de administraciones públicas, algo
impensable en otros países como Holanda, donde al padre de la princesa Máxima
Zorreguieta, ministro de la dictadura argentina de Videla, ni siquiera le
permitieron pisar el país para acudir a la boda de su hija.
El ponderado proceso de transición español no buscó la
justicia, sino el olvido. Dicen que fue un éxito, sus mentores y herederos lo
aplauden con mecánico y fanático entusiasmo, sin reparar en que tal vez nos apresuramos
a cerrar heridas que nunca cicatrizarán. Sin tolerar una fisura en su
planteamiento. Sin pensar, sin cuestionar, sin valorar.
Esgrimimos aquel proceso de transición como un éxito, cuando
aún destila dolor por sus costuras. Pero es algo intocable, incuestionable,
como esa Constitución de la que tan orgullosos nos sentimos por el mero hecho
de que fue aceptada en las urnas. Torturados por cuarenta años de represión nos
conformamos con ser libres. Y lo conseguimos, y fue gracias a la generosidad de
los vencidos, que perdieron una vez más la posibilidad de resarcirse con la
justicia que se les negó. En realidad se firmó la paz y se empezó a vivir en
democracia, que era el fin. Pero treinta y cuatro años más tarde la transición
y la propia Constitución son totémicas, indiscutibles. Son un icono inmutable
que envejece entre aplausos, almíbar y excesivas dosis de indulgencia.
La democracia y su propio guión constitucional nos han
conducido hasta aquí, con todo lo cuestionable que puede ser nuestro sistema en
este momento de quiebra e incertidumbre. Pero no hay razón para resignarnos a
mantener el modelo territorial concebido entonces, o tampoco para mantener una injusta
normativa electoral que distorsiona el voto de los ciudadanos hasta situaciones
esperpénticas.
Tolstoi decía que todos pensamos en cambiar el mundo, pero nadie
piensa en cambiarse a sí mismo. Para poder corregir la Constitución primero
tendremos que cambiar nosotros. Y dejar de aplaudir tanto, y aceptar que nada es ni eterno, ni perfecto. Las masas humanas más
peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo, del
miedo al cambio, escribió Octavio Paz. Pero vivir es cambiar.