He leído
en el periódico que se buscan voluntarios para leer, para narrar historias a otras
personas que no pueden disfrutar del placer de leer pero si de escuchar. Siempre
he querido ser los ojos de otro, recorrer esos párrafos literarios que me han
emocionado tanto, compartir las mismas emociones que destilan los narradores y
poetas con los que he crecido, descubrirle nuevas lecturas y palabras, narrar historias,
descorchar su imaginación, dejar que broten sensaciones, conquistar sueños.
Una vez
quise cumplir ese sueño, quise crear mi propio personaje de una novela en
construcción. Hoy en día, con esa cursilería tan propia de esta sociedad sin
imaginación, dirían que sufrí un arrebato emprendedor, que no prendió -ya
avanzo- porque solo fue una quimera y nunca un negocio.
Estudiaba
un master en Madrid que me costaba mucho pagar y a la abogada con la que
compartía piso se le ocurrió montar un negocio de lectura a domicilio. Así lo
hicimos. Diseñé un anuncio en un ordenador que hoy me parece prehistoria y
comencé a buzonear por las casas de la Colonia de El Viso, en Madrid, vecinos
ricos, entonces, de nuestro modesto piso de alquiler en una de las costillas
del esqueleto de Avenida América. Decía algo así como “Lectores a domicilio. Susurramos poemas, corremos aventuras, viajamos,
provocamos lágrimas y risas, construimos sueños”, y concluíamos con una
frase que nos suministró la memoria de un conocido: “Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro”.
Nadie
llamó. Se sucedieron los días y olvidamos aquella fracasada iniciativa. Una
perezosa tarde de julio, cuando Florentino Ariza consumido por la fiebre del
amor escribía su primera carta a Fermina Daza, esa mujer que parece que solo
existe porque él la inventa en sus sentimientos, sonó el timbre del teléfono y
volví al presente.
Una voz
de mujer preguntó por los lectores a domicilio y dijo que estaba interesada en
soñar desde su butaca con alguna aventura que ya no podría vivir. Me pareció la
clienta ideal. Quedamos al día siguiente. La señora vivía en uno de aquellos coquetos
chalet de El Viso cercados con una impresionante muralla blanca. Siempre la
encontré sola. En un salón acristalado invadido por cuadros, plantas, libros,
alfombras y tapetes. Había mucho de todo. Era una estancia abigarrada, pero
sobre todo demasiado abrigada para aquellas tardes de verano marchitadas por el
sofocante calor de Madrid.
Ella no
dejó que yo leyese alguno de mis fragmentos preferidos de libros, que es una de
mis aficiones, releer los párrafos que más me gustan y que están señalados en
toda mi biblioteca. Tampoco me permitió elegir un libro, ni siquiera un autor. Con
un gesto sobrio me señaló una novela que descansaba sobre un sofá tapizado con
desagradables escenas de caza. Olía poderosamente a nardos. Aún hoy ese aroma
me transporta a ese sofá.
La novela
resultó ser muy floja, lo cual para mi fue una enorme decepción. Aspiraba a
relatar la vida recatada de una señorita de provincias, poco estimulante
intelectualmente y demasiado puritana. Los primeros días apenas leía un cuarto
de hora, me pagaba y me despedía. Ni siquiera a ella parecía apetecerle
demasiado esta lectura.
Sin la
literatura solo se vive una vida, que es la nuestra, pero los libros nos
permiten vivir muchas más a través de las vidas de otros. Puedo envolverme cada
día en una piel distinta, y llenarme el corazón y la cabeza de sentimientos y
razones que no conozco, mientras voy forjando en mis sueños un paraíso
artificial que se construye a medida que mi mirada va conquistando párrafos. Me
alimento de palabras que van modelando mi vida, de experiencias de los
personajes creados por el escritor, de las razones del poeta, de las
contradicciones del ser humano, de las lágrimas y las risas del novelista. De
tormentas, de aventuras, de incertidumbres, de amor. De todas las pulsiones que
estallan al abrir la tapa de un libro.
La
tercera tarde de tedio y calor me vino a la memoria la cita de un escritor
americano: No hay dos personas que lean el mismo libro. A partir de entonces
decidí que podía apropiarme de él y empecé a inventarme párrafos de la
historia. Al principio hacía tímidas incursiones por mi cuenta. Añadía frases más
sentimentales, juicios más feroces. Corregía sobre la marcha algunas decisiones
de la protagonista, que ahora se rebelaba como una mujer con poderosa
personalidad.
Con el
paso de los días fui cogiendo confianza y al final de la semana aquella bazofia
de novela se había acabado, pero yo seguía sosteniendo el libro entre mis manos
leyendo páginas inexistentes, improvisando escenas y diálogos, construyendo una
historia en la que yo misma estaba misteriosamente atrapada.
El
problema fue que aquella mujer quedó prendada de la historia. Y cuando por fin
aquella heroína que inventé dio su último suspiro, la señora quiso volver a
leer aquel libro, aquel que no existía porque yo me lo había inventado. “Quiero escuchar otra vez el mismo. Ha sido
una lectura preciosa”, exigió.
Al día
siguiente, a la hora acordada, aquel sofá tapizado de escenas de caza estaba
vacío. Así siguió un día tras otro. No pude volver. No quise reconocer que
aquel libro no existía y que tampoco la memoria me bastaba para recuperarle. Aunque,
en realidad, tampoco importaba, porque como dice Bioy Casares, el recuerdo que
deja un libro es más importante que el libro en si.