El Gobierno de Bulgaria ha caído por culpa de los brutales recortes
aplicados en el país. Hace dos días el primer ministro destituyó al responsable
de Finanzas por haber subido la luz un 13%. La nuestra ha duplicado su precio
en los dos últimos años, pero solo lo criticamos en las barras de los bares y
en la cola de la pescadería, o la del paro.
Y ayer la presión de las protestas de los ciudadanos en la
calle, que ya no soportan tan extrema austeridad, provocó 25 heridos y diez
detenidos que hicieron dimitir al ejecutivo completo. “No voy a participar en un gobierno en el que la policía golpea a la
gente”, argumentó el primer ministro Boiko Borisov, “cada gotita de sangre para nosotros es una mancha. No puedo ver un
Parlamento rodeado por tapias”. Igual de democrático que cuando Cifuentes y
Rajoy cercaron el Congreso con vallas y ordenaron a la policía cargar contra
los manifestantes.
Ejemplos como éste, al contemplarnos a nosotros mismos desde
el espejo internacional, debilitan aún más la parodia democrática que padecemos
los ciudadanos españoles en manos de gobernantes sin escrúpulos. Resulta que ahora
hasta los búlgaros nos dan lecciones de dignidad mientras, aquí, el gobierno se
piensa que manifestarse contra su mayoría absoluta es un acto delictivo; es más,
incluso llegó a cuestionarse el propio derecho de manifestación que, según alguna
mente ínclita, debía limitarse para –peregrino argumento- no entorpecer el tráfico
en el centro de Madrid.
Por supuesto, a ninguno de nuestros gobernantes se les ocurre
escuchar y atender las peticiones de los descontentos. Se les tacha
perroflautas y alborotadores y se les degrada a ciudadanos de tercera. Hasta se
insulta a los jueces –pijos ácratas- cuando no convienen sus veredictos. Mientras
que en Bulgaria, Borisov reconoce que el Gobierno hizo lo que pudo para atender
las demandas de los manifestantes. Ha dimitido el gobierno en bloque, y hasta
que otro ejecutivo le de el relevo se ha comprometido a bajar un 8% el precio
de la luz y ha anunciado multas a las distribuidoras de electricidad e incluso
la retirada de la licencia a una de ellas.
Aquí, desde que Aznar liberalizó el sector en 1997, las eléctricas
dominan el mercado, abusan de los consumidores, la luz sube más que nunca y el
débil gobierno español permite que se vaya acumulando una deuda con las
empresas que ya alcanza los 29.000 millones de euros, un 3 por ciento del PIB
nacional que, al parecer, debemos todos a las compañías suministradoras. Resulta
que también hemos chupado luz por encima de nuestras posibilidades.
Pero quizá lo más desconcertante de lo ocurrido en Bulgaria
es que el gobierno asume que “el estado necesita
un crédito de confianza y que el pueblo debe decidir cómo gobernarse”. Impensable
que aquí, nuestro gobierno, lo reconozca; aunque hay sobradas razones para
ello.
Durante mucho tiempo ridiculizamos los congresos a la búlgara,
aquellos del aparato comunista al que perteneció el país del mar Muerto en los
que las propuestas oficialistas se aprobaban por unanimidad, e incluso por más
votos a favor que votantes había en la reunión.
Pero sus dirigentes y ciudadanos han espabilado pronto y
mucho. Gobernantes y ciudadanos se toman en serio la democracia, que incluye el
derecho de manifestación y no se limita a un cheque en blanco para cuatro años según
el número de escaños obtenido. Mientras, aquí, ahora son algunos partidos políticos
los que celebran congresos a la búlgara para elegir a dedo a sus dirigentes.
“No voy a participar en un
Gobierno en el que la policía pelea con la población”, ha dicho el primer ministro de Bulgaria.
Me pregunto cuándo pronunciará esta frase algún dirigente español. Probablemente
cuando los ciudadanos elevemos el nivel de la dignidad por encima del nivel del
miedo.