Tolstoi decía que la razón no le
había enseñado nada, que todo lo que sabía le había sido dado por el corazón. Ni
con una, ni con otro, podríamos encontrar sentido a lo que publican hoy los
periódicos con extravagante naturalidad.
Al parecer, el Pentágono de
aristas de acero ensayó ayer con éxito en aguas californianas un cañón láser
capaz de destruir drones y aviones a la velocidad de la luz por un precio de
todo a cien: A euro por disparo; lo que sin duda contribuirá a abaratar los
costes de las guerras y, solo entre cuatro sensatos, aumentará el temor de que
se multipliquen. Temor que los políticos disiparán rápidamente, en cuanto se
reactive la industria armamentística y se genere un repunte de dos empleos a
media jornada como esclavo en una fábrica de los que puedan presumir en los
telediarios.
Su mayor riesgo –destaca la
noticia- es que el cañón láser podría derribar por error un avión de pasajeros,
pero para eso ya se han inventado los daños colaterales, que son como la políticas
de austeridad de Merkel y Rajoy, que lo justifican todo. La falta de dignidad,
de libertad y hasta de alimento.
Mientras esto se desmorona el
Gobierno español trabaja con ahínco en que no caduquen los yogures, y en acercar
las urbanizaciones y los chiringuitos aún más a la orilla del mar, apenas a
veinte metros, para ponernos más a tiro del rayo láser letal de los yanquis.
La privatización de la costa no
iba a ser una excepción y, además, imperiosamente hay que hacer hueco porque las
mansiones de los ricos ya no caben en primera línea de playa. Lo malo es que
con la nueva orden de alejamiento, si ellos cuelgan sus chalets de los
acantilados no podremos acercarnos a menos de trescientos metros. Aunque, bien
mirado, ya era hora de que alguien nos protegiese a los ciudadanos de los políticos,
que falta hace, especialmente de algunos ejemplares especialmente tóxicos.
Así, mientras los demás estemos pagando
de por vida los intereses de la hipoteca de la casa que nos embargó el banco, ellos
se otorgarán generosos préstamos con intereses ridículos para que pueda resurgir
una nueva era del ladrillo, con la espuma de las olas lamiéndoles el felpudo,
que hinchará de salitre sus egos.
Los políticos despejarán centros
comerciales, estadios de fútbol y plazas públicas, estarán aún más aislados de
la realidad en un perímetro de inseguridad y soberbia. Se apartarán los
ciudadanos a su paso, como las aguas del Jordán. Me siento tan aislado –escribió Pessoa- que puedo palpar la distancia entre mi y mi presencia.
Decía Paul Valery que la política
es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe. Pero la
democracia no es el silencio, por más que intenten convencernos de que
protestar es de terroristas.
Hace solo unos días que José Luis
Sampedro está ausente. Y la negativa a debatir siguiera la injusticia de la
dación en pago, las órdenes de alejamiento de los ciudadanos y de acercamiento
al mar, nos avergüenzan un poco más, si acaso es posible.
Se nos hace tarde. El
tiempo no es oro. El oro no vale nada. El tiempo es vida. Y se habla mucho del
derecho a la vida, pero no del deber de vivirla. Lo que más me indigna –denunciaba Sampedro- es la indiferencia con que se contemplan las cosas, y la ignorancia y
la soberbia de los dirigentes.
Pero nos gobiernan a través del miedo. Somos
hormigas debajo de sus botas, que diría Ramiro Pinilla. Y ahora esa estúpida
distancia, que lo deforma aún más todo. No les intimida pasar sus vacaciones
con un narcotraficante, pero no soportan que se les acerquen ciudadanos
indignados y desesperados.