martes, 23 de abril de 2013

La memoria que duerme entre las páginas de mis libros


Hoy alguien me ha hablado de Fernando y me he acordado de cuando quedábamos para leer. Igual que otros se citan para ir al cine o para cenar, nos llamábamos por teléfono y nos reuníamos en diferentes escenarios acompañados por nuestros libros, normalmente ya gastados por otras miradas y otras manos porque en su mayoría procedían de los anaqueles de alguna biblioteca, dadas las apreturas económicas que pasábamos ejerciendo de universitarios en la capital. Todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal, dice Nietzsche.

A veces íbamos uno a casa del otro, tomábamos asiento en el sofá y nos concentrábamos en la lectura. Nos gustaba compartir silencios. Otros días de invierno, ocupábamos una pequeña mesa en un rincón de una cafetería de época en el Madrid de los Austrias, pedíamos chocolate y nos poníamos a leer. Supongo que nos bastaba estar uno al lado del otro y que nos conformábamos con esa proximidad ausente pero intensa.

Cuando el verano derretía Madrid nos dejábamos caer con pereza sobre el césped alfombrado de margaritas a la sombra de algún parque. Fernando sostenía que la lectura no era demasiado compatible con el calor, por eso a veces nos refugiábamos a leer en los asientos de un metro con destino a ninguna parte.

Después, de camino a casa, sacudíamos nuestras respectivas ficciones y compartíamos palabras y estados de ánimo, nos contábamos los incidentes domésticos, las novedades del día. Solo al despedirnos nos mirábamos a los ojos. Fue una relación extravagante y cautivadora en la que, por extraño que parezca, siempre nos sentimos cómodos. Tal vez porque cuando decidíamos hablarnos, ya de camino a casa, el espacio de conversación fue siempre tan limitado que nunca nos dio tiempo a hacer concesiones a la frivolidad. Teníamos muchas cosas que compartir y nunca nos aburrimos el uno del otro.

Nunca leímos los mismos libros. Yo me ensimismaba con narrativa latinoamericana y rusa. Y él recorría con pasión la literatura española. Nos conocimos, no podía ser de otra manera, en una diminuta librería de viejo donde resultaba casi imposible moverse. Cruzamos las miradas a través del escaparate y él entró en aquella abarrotada tienda. Compró un manoseado ejemplar de Paseos por Roma y al precipitarme sobre aquellas páginas de Stendhal que me entregó allí mismo, en aquella inolvidable librería, asomó su caligrafía. ‘Si te beso, me rindo’, escribió.

Hoy el libro duerme entre los ejemplares de mi modesta biblioteca. Mis preferidos ocupan las estanterías principales. Me gusta tenerlos a mano porque alguna tarde me permito el capricho de releer fragmentos, que es uno de mis placeres favoritos. Es por la costumbre de señalar con marcapáginas los párrafos y frases que más me gustan de los libros que leo. Hay días que tomo uno tras otro y voy abriendo con calculado azar mis páginas preferidas, para disfrutar de un peculiar puzzle literario haciendo repaso de esas pequeñas fracciones escogidas.

La mayoría de mis libros tienen su propia historia. Porque, antes, siempre nos regalábamos libros. Tal vez porque uno expresa lo que siente por el otro en el título que elige. Y tú recibes el libro y devoras las páginas tratando de descifrar claves, mensajes escondidos, deleitándote en la lectura de palabras que ya han sido recorridas por la mirada del otro. Los libros además son contenedores de detalles y palabras que almacenan recuerdos y olores. Guardianes de señales propias y ajenas. Los pétalos de las flores que Héctor me entregó bajó la lluvia de aquella tarde duermen entre las páginas de un libro de Paul Auster. La caligrafía de Ángel quedó tatuada entre las palabras de Manuel Rivas. Otros guardan caligrafías sentimentales, cartas, rastros de besos, arrugas de caricias pretéritas, distancias. Ausencias. Por eso me gusta hurgar en esa geografía emocional, que es la mía.

Los libros cuentan dos historias. La que cuenta el escritor en sus páginas, y la que recorre la memoria de su propietario. La que no está impresa en palabras. La historia de cómo llegó a nuestras manos, de qué provocó en nosotros, de cómo nos alimenta. Tal vez por eso dicen que no hay dos personas que lean el mismo libro.