Fue una tarde cálida y gris de octubre. El
olor de aquella sala, fila nueve, primera sesión, hoy sigue pegado a mi piel.
Mi primera tarde en Madrid. Mi primera visita a los Renoir. Mi primera vez sola
en el cine. Había aterrizado la noche anterior en el piso que compartí con dos compañeras,
con quienes, entonces, por las noches, en eternas conversaciones, inventábamos
con el humo de un cigarrillo un futuro que aún estaba por escribir.
Un tiempo a estrenar, en el que la vida se
deslizaba a toda velocidad ante mis ojos multiplicando sensaciones y
experiencias. Sin red. Sin manta y sin frío. Cuando se alcanzan los sueños
sobre almohadas de seda, y los temores se diluyen en una impetuosa
efervescencia. Se viaja en trenes llenos de pasajeros que frenan en todas las
paradas. Se escriben diarios, se mezclan lágrimas y carcajadas.
Aquel tiempo excitante, volcánico, repleto
de inexplorado placer y emoción. Cuando de verdad nos tragamos el presente sin la
nostalgia del pretérito y la ambición de futuro, con atropellada impaciencia e
inexperiencia.
Con la desnuda vehemencia, la brutal
inocencia que evoca el olor de aquel solitario patio de desgastadas butacas
rojas, donde se forjaron algunos de esos sueños y donde viví tantas vidas de
otros. Me probé otros nombres, me fundí en otra piel. Aquella enorme pantalla donde
se asomaron lágrimas, risas, abrazos, gritos, dolor y susurros, violencia,
calor, injusticias, amor, temor y desengaños. Un combate de miradas y deseo de
apabullante intensidad. La vida y la muerte, a través de ese hilo tenue sobre
el que se conducen, se batían en los diálogos y se agitaban en las miradas de
los protagonistas de aquel guión. Aquella tarde cálida y gris de octubre.
Cuando, aún, tomarse la vida en serio era un perfecto disparate.
Todo era oscuridad y silencio fermentado
con un penetrante olor a cine viejo. La película crepitaba al iluminarse en el
proyector que destilaba un rumor sordo en aquella sala vacía. Fila nueve.
Primera sesión. Un cine vacío, una película contada solo para mi. Hasta que
apareció aquel tipo extraño con las manos en los bolsillos del pantalón, de
donde nunca parecían querer salir. Se sentó, esa vez y las sucesivas, en la misma
butaca, la primera del pasillo, en la fila siete. Y me causó la misma inquietud
todas las tardes de aquel otoño, las más oscuras del invierno y las que iluminó
la luz de la primavera siguiente, hasta que el verano se fundió en el atardecer
de una ciudad del norte.
Dibujaba su perfil en la oscuridad de la
sala. La barba recortada, el desaliñado cabello, el involuntario movimiento de
sus pómulos que provocaban las escenas de amor en la pantalla. Compartíamos
sala en soledad y en silencio. A veces, siempre a oscuras, él giraba lentamente
la cabeza hasta enfrentarse a mi rostro, mientras yo sostenía la mirada ciega que
intercambiábamos y que resultaba desconcertante.
Frecuentábamos también el Cine Dore donde coincidíamos
como perfectos desconocidos y alimentábamos el ritual de mirarnos sin vernos. Esperábamos
a que se apagase la luz para ser otros, cada día con una piel distinta. Compartíamos
la ficción de cada película que veíamos y supongo que nos imaginábamos
protagonistas de cada guión. Yo siempre dejaba que abandonase la sala el
primero, cuando volvíamos a ser nosotros y no quienes fingíamos ser. Salía con
las manos en los bolsillos y la cabeza agachada, con ligereza pero sin prisa. Estallando
cada paso sobre el suelo viejo de aquel Renoir. Siempre anhelando que aquellas
pisadas rompiesen el compás para encaminarse hacia mi, como nunca pasó. Siempre
la misma sala. Nunca fallamos un estreno.
Todo lo que destilaba aquella pantalla de cine penetró en mi en aquella desgastada butaca roja. Nos habíamos
impregnado de su olor después de tantas tardes de cine compartidas. Años después me lo
tropecé en un tren, en uno de esos viajes sin apetito de destino. Bajé rápidamente
la vista y tropecé con sus manos, esta vez sin bolsillos, y descubrí atónita
que viajábamos con el mismo libro. Noté que él miraba mi ejemplar con similar
aturdimiento. Con total naturalidad ocupé mi asiento. El 9A. Dos filas por
delante reconocí aquel desaliñado cabello. Solo volvió la cabeza cuando el tren
atravesó un túnel, como en la oscuridad del Renoir, y me quedó la duda de quiénes
fuimos durante los segundos en que sostuvimos aquella mirada. Desapareció en el
andén de la siguiente estación.
Siempre que vuelvo sola a Madrid me siento
en aquella desgastada butaca roja y miro a oscuras el vacío de su ausencia en
la fila siete. Entonces pienso que soy los libros que he leído, el cine que he
visto, las palabras que nunca dije y los abrazos que nunca di.
Recuerdo perfectamente que la primera película que compartimos en los Renoir acabó en puntos suspensivos, que es como discurre
la vida para quien se arriesga a vivirla en versión original.