Hace siglos Quevedo se preguntó
por qué se ha de sentir lo que se dice y nunca se ha de decir lo que se siente. La
respuesta, entonces y ahora, es que no resulta conveniente. Los ataques de sinceridad se consideran peligrosa
artillería gramatical. Es más cómodo y rentable aplicar la
tibieza, la moderación, la respuesta mecánica que menos moleste, no importa lo
alejada que esté de la razón y la verdad. Decir lo que se piensa nunca es útil,
y a la vez explica que frecuentemente se diga una cosa y luego se haga la
contraria.
Hoy nos dicen que la debacle
griega dispara la prima de riesgo, ayer la disparaba la falta de confianza en
el gobierno socialista. Hoy los indignados están manipulados por la izquierda,
ayer eran descontentos con el gobierno del PSOE. Hoy el paro crece merced a una
reforma laboral que garantiza la supervivencia de las empresas españolas, ayer
era culpa del inútil de Zapatero. Hoy es imprescindible subir el IVA para
salvar al país de la ruina económica, ayer Esperanza Aguirre emprendía una
campaña de insumisión para no pagar este impuesto. Hoy estamos construyendo un
campo de hockey olímpico en Santander y ayer nos llamaban la atención por la
escandalosa deuda municipal. Hoy tenemos 10.000 millones de euros para sanear bancos y ayer
estábamos tan arruinados que no había más remedio que subir los impuestos,
recortar en educación y en sanidad. Hoy es nulo despedir por motivos políticos
a quien ayer fue lícito contratar por la misma causa. Hoy hay que cerrar una residencia
en la que ayer se invirtieron cuatro millones de euros para reformarla.
Los ciudadanos soportamos
explicaciones contradictorias sin inmutarnos. Ni ellos se creen lo que dicen ni
nosotros lo que nos cuentan. Pero todos queremos tener opiniones, aunque no todos seamos capaces de pensar.