Con un poco de retraso, y aunque
no lo parezca, ya ha llegado 1984 a Santander. Tras un sonoro fenómeno de
implosión, 2016 y el sueño de aquella capitalidad cultural europea reventó en el
ego de la ciudad que somos y que queremos cambiar. Rápidamente recompusimos los
pedazos rotos de nuestro corazón pseudoburgués y elegimos un nuevo hito -al
decir de los cursis- para conducir a la manada hacia un nuevo El Dorado con el ‘ilusionante’
–tómese este término inexistente como un sarcasmo - motivo de acoger la
celebración del Mundial de Vela en 2014.
Pero en este tránsito, Santander –nos
repiten machaconamente- se ha convertido en inteligente, en un paraíso
orwelliano donde el gran hermano controla nuestras vidas mediante una red de
dos mil sensores escondidos a nuestros ojos que adivinan hasta el pensamiento. Y
que, juraría, están controlados desde el otro lado de la bahía por el faro rojo
del búnker del Santander. No se entienden de otra manera ciertos excesos lumínicos
y –éstos ya más preocupantes- de envergadura, que han concebido el encumbrado totem
capaz de eclipsar el impacto ambiental y visual de cualquier aerogenerador.
Al parecer, vivimos rodeados de
sensores que detectan y controlan nuestros movimientos y que son capaces de enviar
señales, de momento no se sabe muy bien a donde. Cientos de ellos -llevan años
instalándose- bajo las aceras, en lo alto de las farolas, camuflados en las
señales de tráfico; controlados por ese ojo de Sauron, esa llama rojiblanca -cromáticamente
idéntica a la enseña cántabra- que parece estar diciéndonos: ¡Cuidado, que te
estoy vigilando el Euribor!
Ahora nos incorporamos al mundo virtual,
sensual (de sensores) y otros cuantos adjetivos de moda más. Nos confunden con
palabros como smartcity y outsmart, probablemente inventados para tratar de
atemorizar a una población que no se pasea por Reina Victoria con el smartphone
y el ipad bajo el brazo, porque bastante le estorba cargar ya con la cachava.
El problema es que después de que
hemos enterrado centenares de cacharritos nos hemos dado cuenta de que no sirven
para nada. Las posibilidades de los sensores son tan infinitas como las
aspiraciones de Enrique Ambrosio de seguir sentado en el consejo de administración
de Liberbank. Aunque dicen que en Seattle colocan sensores hasta en las
basuras, para saber cuándo y donde los ciudadanos se deshacen de ellas. Esta red
de conexiones probablemente será innovadora, sostenible e incluso transversal;
es un proyecto de conectividad ilusionante,
un hito para la ciudad que colocará a
Santander en otra galaxia. En la de los cuentos chinos.