lunes, 7 de mayo de 2012

Cuentos chinos


Con un poco de retraso, y aunque no lo parezca, ya ha llegado 1984 a Santander. Tras un sonoro fenómeno de implosión, 2016 y el sueño de aquella capitalidad cultural europea reventó en el ego de la ciudad que somos y que queremos cambiar. Rápidamente recompusimos los pedazos rotos de nuestro corazón pseudoburgués y elegimos un nuevo hito -al decir de los cursis- para conducir a la manada hacia un nuevo El Dorado con el ‘ilusionante’ –tómese este término inexistente como un sarcasmo - motivo de acoger la celebración del Mundial de Vela en 2014.

Pero en este tránsito, Santander –nos repiten machaconamente- se ha convertido en inteligente, en un paraíso orwelliano donde el gran hermano controla nuestras vidas mediante una red de dos mil sensores escondidos a nuestros ojos que adivinan hasta el pensamiento. Y que, juraría, están controlados desde el otro lado de la bahía por el faro rojo del búnker del Santander. No se entienden de otra manera ciertos excesos lumínicos y –éstos ya más preocupantes- de envergadura, que han concebido el encumbrado totem capaz de eclipsar el impacto ambiental y visual de cualquier aerogenerador.

Al parecer, vivimos rodeados de sensores que detectan y controlan nuestros movimientos y que son capaces de enviar señales, de momento no se sabe muy bien a donde. Cientos de ellos -llevan años instalándose- bajo las aceras, en lo alto de las farolas, camuflados en las señales de tráfico; controlados por ese ojo de Sauron, esa llama rojiblanca -cromáticamente idéntica a la enseña cántabra- que parece estar diciéndonos: ¡Cuidado, que te estoy vigilando el Euribor!

Ahora nos incorporamos al mundo virtual, sensual (de sensores) y otros cuantos adjetivos de moda más. Nos confunden con palabros como smartcity y outsmart, probablemente inventados para tratar de atemorizar a una población que no se pasea por Reina Victoria con el smartphone y el ipad bajo el brazo, porque bastante le estorba cargar ya con la cachava.

El problema es que después de que hemos enterrado centenares de cacharritos nos hemos dado cuenta de que no sirven para nada. Las posibilidades de los sensores son tan infinitas como las aspiraciones de Enrique Ambrosio de seguir sentado en el consejo de administración de Liberbank. Aunque dicen que en Seattle colocan sensores hasta en las basuras, para saber cuándo y donde los ciudadanos se deshacen de ellas. Esta red de conexiones probablemente será innovadora, sostenible e incluso transversal; es un proyecto de conectividad ilusionante, un hito para la ciudad que colocará a Santander en otra galaxia. En la de los cuentos chinos.