La memoria es el deseo
satisfecho, decía. El viaje a ninguna parte de Carlos Fuentes me devuelve el eco
de sus palabras, de una mañana de verano en el Paraninfo de la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo, en 1992, aquel año en que la crisis fue también
conversación. Ya existía Rubalcaba, que entonces era ministro de Educación, y al
entrar acompañando al escritor fue abucheado por un grupo de padres indignados
con algún problema de escolarización.
Era 3 de julio, mi cumpleaños. Yo
llevaba un vestido verde aderezado con un foulard de colores, sutil, gaseoso,
agitado por mi respiración emocionada. Porque el discurso penetró hasta los
huesos de un auditorio paralizado por la fuerza y el tacto de sus palabras. No
fue difícil escribir la crónica del día siguiente porque ni una sola de sus
frases transgredía a un lugar común.
En aquella UIMP de Ernest Lluch, donde
recogía el Premio Menéndez Pelayo, disertó acerca de los devastadores efectos de
la conquista española de América. Ante aquel auditorio de políticos y
mandamases llegados de Madrid y en plena efervescencia de la Expo de Sevilla,
Fuentes no se arredró. Desgranó con intensidad la violencia con la que Europa
desató su poder en América en un discurso sobrio y cálido a la vez, ausente de
reproches pero firme. Turbador.
La emoción me venció. Quedé
absolutamente prendida de sus denuncias, de su humanidad, de su extraordinaria
capacidad de reflexión. De una voz crítica absolutamente seductora que se
expresaba con el aplomo del caballero que siempre fue. La generosidad de sus
ideas desparramadas con sosiego y contundencia, su discurso perturbador, sus
palabras tranquilas capaces de agitar conciencias.
Siempre defendió que la función del escritor no es aplaudir a
los políticos, sino criticar y ofrecer soluciones. Lamentablemente,
el engolado Vargas Llosa, que pronto confundió la escritura con la política,
consiguió ser merecedor de un Nobel que, inexplicablemente y en un acto de
vergonzosa injusticia, no tuvo Carlos Fuentes, cuya humanidad y poderosas y
soberbias capacidades intelectuales y narrativas supera con creces. Fuentes
nunca necesitó hablar de sí mismo para convertirse en una poderosa referencia
intelectual, literaria y humana. Sostenía que un artista no invita solo a
mirar, sino a imaginar.
Sin Fuentes, sin Saramago, sin Bobbio nos vamos quedando
huérfanos de esas referencias intelectuales con las que crecimos. Se van
apagando las plumas de quienes nos enseñaron a pensar. Pero tenemos un
pasado que debemos recordar, y un porvenir que podemos desear, como nos ha
dejado escrito.
La memoria es el deseo
satisfecho, por eso aún recuerdo sus palabras. Veinte años después.