Un hombre se cuela en el Congreso
de los Diputados, atraviesa sin preguntas controles y puertas; se sienta en un
escaño antes de empezar el pleno del pasado martes. Alguien se da cuenta de que
es un intruso. Se levanta sin ofrecer resistencia. “Fue un acto de normalidad
ciudadana”, espetó al salir. Con la misma naturalidad que Julita, la secretaria
de Urdangarín, preguntó el otro día ante el juez Torres “¿qué hay de malo en
tener una cuenta en Suiza?”.
En realidad es la clase de
paranormalidad política a la que nos han acostumbrado los mayores que un día si
y otro también nos hacen comulgar con ruedas de molino, pretenden hacer del
error virtud y se han convertido en expertos de las justificaciones
injustificadas.
Me pregunto, por ejemplo, a quién
se puede uno quejar si el propio defensor del pueblo catalán ha hecho 50 viajes
oficiales en dos años a destinos internacionales como Bermudas, Canadá o Zambia,
lógicamente muy acordes geográficamente con su ámbito de actuación. El primer
impulso de denunciarlo a la Generalitat se desinfla tras comprobar que al
parecer están muy ocupados elaborando una base de datos de prostitutas y
clientes.
El ímpetu de recurrir a la
justicia es absolutamente inviable, ¿cómo van a censurar que este señor emule a
Willy Fog con dinero público cuando el propio Dívar se va de cena y hotel a
Marbella a la primera de cambio?
Recurrir al fiscal general del
Estado es otra misión inútil, porque éste también rechazó la denuncia contra el
jerifalte del poder judicial en un acto ya, por desgracia, de acostumbrada cobardía.
Esperar que el Gobierno de España
de un paso al frente y ataje la corrupción es otra utopía, teniendo en cuenta
que el ministro Guindos cree que investigar Bankia sería ejercer un “espíritu
vengativo” contra sus gestores, sus hermanos políticos.
Ni siquiera podemos pedirle
amparo al rey, ¡qué va a hacer su alteza real por nosotros, cuando él mismo se
fuga a África en compañía de su escopeta y de algunos otros alicientes!
Más allá de las fronteras,
tampoco hay margen para la esperanza cuando la directora del Fondo Monetario
Internacional, Christine Lagarde, va por ahí exigiendo a los griegos que paguen
impuestos y ella gana 380.000 euros anuales y no paga tributo alguno por su
cargo diplomático.
Si cometemos la ingenuidad de
mirar más allá, podemos tropezarnos con un Premio Nobel de la Paz, mister
Obama, que una vez al año decide a quién hay que matar. Primero fue Ben Laden y
ayer mismo el número dos de Al Qaeda, ataque que causó otros quince muertos más
que a nadie le importan ni le escandalizan, ni siquiera a la academia sueca que
le impuso la medalla de la precipitación.
Los más desasosegante es que hemos llegado a percibir como actos de
normalidad las corruptelas de quienes nos gobiernan y representan. Como los préstamos
de verano de Liberbank que –no es ninguna broma- ofrece créditos instantáneos de
entre 3.000 y 15.000 euros a devolver en seis años para que las familias afronten
el incremento de gastos que supone el verano.
Alguien dijo que en todos los hombres está presente la corrupción, que
solo es cuestión de cantidades. Y hemos superado la barrera del disparate.