Cuando un ciudadano llega a la
cumbre de la pirámide social se encuentra a Botín en bermudas, disfrazado
del ‘chapulín colorao’, con un manual de capitalismo salvaje bajo el brazo. Es un
libro único para gobernar el mundo, como ya nos avanzó Tolkien, que extrae lo
peor de nosotros mismos, que nos incita al imperio del egoísmo y la avaricia.
Pero no hay alternativa ética. Sumidos
en el pozo de la derrota del régimen capitalista que veneramos, solo queremos
recuperarle con toda su crudeza para poder volver a someternos a su tiranía de
fabricar dinero para gastar más del que generamos, en una inercia infeliz en la
que hemos girado sin timón en las últimas décadas y fuera de la cual, ingenuos
de nosotros, nos creemos que no anida libertad.
Es tal el poder de la esencia
capitalista que hasta se ha apropiado de la bandera de la izquierda. Los hijos
de Adam Smith se han teñido de rojo. El color que enarbolaron los republicanos
españoles, la enseña comunista de la hoz y el martillo símbolo del
proletariado, hoy es el emblema del poder del dinero. El ‘rojo Santander’ ha
abducido toda connotación político-social de un color hoy asociado a la
especulación bursátil y a ese dios supremo que es el dinero representado el
icono de Tio Gilito.
Prueba de ello es que ayer, en
Brasil, Emilio Botín se apareció ante el rey Juan Carlos en bermudas y polo
rojo, escenificando así que el dinero está por encima de la sangre real y las
genuflexiones, del estado y de quienes gobiernan y hasta del Papa, acostumbrado
a ser el único que se presenta sin corbata en sociedad, y acosado –ahora- por
la única religión verdadera que es el dinero que le han pagado a su mayordomo
traidor por vender sus secretos de alcoba.
La perversión del liberalismo, el
envoltorio ideológico bajo el que Locke avanzó los principios del sistema
productivo capitalista, es un escaparate de injusticias e incertidumbres que nos
conduce a que –entre los últimos ejemplos- Bankia se cuestione pagar 1,2 millones a Rato para que no fiche por la competencia (allá ella si se quiere arruinar), soportar indultos para
los billetes de quinientos euros, subidas de los honorarios de los notarios
para cancelar hipotecas en plena crisis o escuchar como Botín dice que esto se
soluciona si entre todos pagamos los platos rotos y ponemos 40.000 millones de
euros para sanear bancos.
El capitalismo es una fiera que
nunca se da por satisfecha, pero que hemos adoptado como el único sistema
posible de libertad para el hombre, aunque vivamos encadenados y prisioneros de
los bancos, del trabajo precario, de las compañías telefónicas, de las eléctricas
y de la Agencia Tributaria. El tránsito de la sociedad estamental a la sociedad
de clases ha sido un paso neutro; ahora el señor feudal es un hombre de rojo. Aunque
hay algo de Marx, de esa alternativa fracasada, que no ha muerto y que es la
responsabilidad colectiva. Aquí los beneficios se reparten entre los
accionistas y las pérdidas se socializan para que las paguemos
todos.
El mayor dislate de su odisea
ultraliberal es que nos culpan a todos del fracaso del modelo –aquí también se contaminan
con el socialismo-, y tratan de convencernos de que todo se desmorona porque
hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Sin comprender que ellos no
se resignan a vivir por debajo de las suyas y que, a lo mejor, ese el problema.