martes, 5 de junio de 2012

Los hijos de Adam Smith


Cuando un ciudadano llega a la cumbre de la pirámide social se encuentra a Botín en bermudas, disfrazado del ‘chapulín colorao’, con un manual de capitalismo salvaje bajo el brazo. Es un libro único para gobernar el mundo, como ya nos avanzó Tolkien, que extrae lo peor de nosotros mismos, que nos incita al imperio del egoísmo y la avaricia.

Pero no hay alternativa ética. Sumidos en el pozo de la derrota del régimen capitalista que veneramos, solo queremos recuperarle con toda su crudeza para poder volver a someternos a su tiranía de fabricar dinero para gastar más del que generamos, en una inercia infeliz en la que hemos girado sin timón en las últimas décadas y fuera de la cual, ingenuos de nosotros, nos creemos que no anida libertad.

Es tal el poder de la esencia capitalista que hasta se ha apropiado de la bandera de la izquierda. Los hijos de Adam Smith se han teñido de rojo. El color que enarbolaron los republicanos españoles, la enseña comunista de la hoz y el martillo símbolo del proletariado, hoy es el emblema del poder del dinero. El ‘rojo Santander’ ha abducido toda connotación político-social de un color hoy asociado a la especulación bursátil y a ese dios supremo que es el dinero representado el icono de Tio Gilito.

Prueba de ello es que ayer, en Brasil, Emilio Botín se apareció ante el rey Juan Carlos en bermudas y polo rojo, escenificando así que el dinero está por encima de la sangre real y las genuflexiones, del estado y de quienes gobiernan y hasta del Papa, acostumbrado a ser el único que se presenta sin corbata en sociedad, y acosado –ahora- por la única religión verdadera que es el dinero que le han pagado a su mayordomo traidor por vender sus secretos de alcoba.

La perversión del liberalismo, el envoltorio ideológico bajo el que Locke avanzó los principios del sistema productivo capitalista, es un escaparate de injusticias e incertidumbres que nos conduce a que –entre los últimos ejemplos- Bankia se cuestione pagar 1,2 millones a Rato para que no fiche por la competencia (allá ella si se quiere arruinar), soportar indultos para los billetes de quinientos euros, subidas de los honorarios de los notarios para cancelar hipotecas en plena crisis o escuchar como Botín dice que esto se soluciona si entre todos pagamos los platos rotos y ponemos 40.000 millones de euros para sanear bancos.

El capitalismo es una fiera que nunca se da por satisfecha, pero que hemos adoptado como el único sistema posible de libertad para el hombre, aunque vivamos encadenados y prisioneros de los bancos, del trabajo precario, de las compañías telefónicas, de las eléctricas y de la Agencia Tributaria. El tránsito de la sociedad estamental a la sociedad de clases ha sido un paso neutro; ahora el señor feudal es un hombre de rojo. Aunque hay algo de Marx, de esa alternativa fracasada, que no ha muerto y que es la responsabilidad colectiva. Aquí los beneficios se reparten entre los accionistas y las pérdidas se socializan para que las paguemos todos.

El mayor dislate de su odisea ultraliberal es que nos culpan a todos del fracaso del modelo –aquí también se contaminan con el socialismo-, y tratan de convencernos de que todo se desmorona porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Sin comprender que ellos no se resignan a vivir por debajo de las suyas y que, a lo mejor, ese el problema.