jueves, 21 de junio de 2012

Los espejos rotos


Se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia. Ayer se presentó en Santander un catálogo de recuerdos marchitos, de la memoria quebrada de la ciudad, de ese patrimonio destruido de Cantabria; un libro cuyas páginas caminan por las estampas de ese olvido en el que se diluyen identidad y experiencia.

A juzgar por los vacíos que se resucitan en este tránsito gráfico somos una sociedad que constantemente se enfrenta a su memoria para destrozarla o reinventarla, como una y otra vez volvemos sobre el tópico excedido de los baños de ola, que no son más que una anécdota en nuestro pasado de pescadores y comerciantes, realidad demasiado prosaica para una biografía inventada que resucita la ciudad como mero escaparate acotado en este breve tránsito histórico, revestido de un engreído oropel.

Los profesores universitarios que han compilado este catálogo de patrimonio fracasado creen que la ignorancia y la especulación impiden que conservemos nuestros edificios, esculturas o paisajes. Fruto de una sociedad que se enfrenta al espejo del tiempo con demasiada frecuencia y que busca reinventarse a través de constantes cambios de pavimento, que como nuevos ricos no otorga valor al pasado sino al presente continuo que condiciona, y la vez condena, el físico de la ciudad que queda al desnudo en este libro cuyas páginas caminan por ese patrimonio perdido

Gracias a la memoria se da la experiencia, dijo Aristóteles. Quizá por eso, en ausencia de referentes del pasado, el paisaje urbano de Santander está salpicado de errores, de tachaduras, de repuestos, de traspiés que la desvisten de identidad, que la sacuden de sus raíces. Así es como Santander, desprovista de esencia propia, solo aspira a copiar otros escaparates urbanos mientras, perezosa y presumida, se solaza mirándose en el espejo de esa bahía que exhibe como tierra conquistada, que achica y que ahora quiere invadir para conquistar otro futuro. Siempre destruyendo para volver a crear, o forzando rehabilitaciones fallidas –barbaridades, dicen los autores del libro- que se esconden bajo la etiqueta de centros de interpretación, como la recuperación de la Batería de San Pedro del Mar, o la del Palacio de Pronillo.

El paseo por el libro es desasosegante. Es un relato de oportunidades perdidas para la ciudad y la región que ahora se tiene que reinventar, allí donde antes arruinamos nuestro pasado, con teleféricos, campos de golf, parques temáticos del motor y de espeleología, centros de interpretación de delirantes temáticas y muchos más hoteles.

Somos raros. Escondemos en el sótano los fondos de nuestro museo de Bellas Artes para vestir sus paredes con instalaciones contemporáneas de cuestionable agrado, modernizamos el interior de la casa de Menéndez Pelayo para borrar lo que fue, condenamos a chatarra la draga de Gamazo, derribamos edificios con demasiada ligereza, cambiamos una y otra vez las losetas de las calles principales.

Luchamos contra el tiempo con la misma fogosidad con que Isabel Preysler se aplica botox, toda vez que ha consagrado su vida a morir estirada. No se por qué no podemos ser la ciudad que fuimos, con las arrugas del tiempo envejeciendo el mapa urbano de nuestra memoria, lamiendo las piedras, desgastando las fachadas, forjando nuestra historia.
Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Dijo Borges.