La verdad es que montar un banco,
y hasta gestionarle mal, es un negocio seguro. Si la entidad, podrida hasta el
tuétano, está a punto de derrumbarse y propagar su fétido balance, ni sus
dueños ni sus empleados tienen que salir a la calle a reclamar que les salven, golpeando
las sartenes que antaño nos regalaban a los ingenuos que firmábamos créditos sin
solvencia alguna.
Al sector financiero le llueven
los millones casi sin abrir la boca y hasta Europa exige que se les salve, algo
que no sucede con el resto de las empresas. Ya pueden caer compañías, cadenas
de establecimientos comerciales, aerolíneas o importantes constructoras. Ni sus
accionistas ni sus trabajadores serán tratados con el mimo exquisito con el que
se trata a los bancos. Así, la reducción de las ayudas a la poca actividad
minera que queda en este país, supone una enorme sangría para muchas familias
que viven de ella y que no pueden reciclarse en medio del torbellino de la
crisis. Solo piden 200 millones de euros, que con las magnitudes que nos chupan
los bancos no es más que el aperitivo de Bankia. Pero proceda o no el rescate a
los mineros, el Gobierno ha decidido ignorarles. No son nadie, no son
accionistas de entidades financieras, no son gestores políticos al frente de
cajas, y en Europa tampoco a nadie le importa el estado de miseria que puede
generar el fracaso de las explotaciones mineras.
Los mineros y sus familias, como
el resto de ciudadanos que tampoco serán rescatados, no solo perderán su
trabajo sino que encima pagarán los platos rotos del fracaso del negocio
bancario.
Ayer las mujeres de mineros acudieron
al Senado a protestar coincidiendo con el debate para recortar un 63% las
ayudas al carbón. A algunas de ellas las obligaron a quitarse las camisetas
negras de protesta a la entrada, arrebujadas en un rincón. Otras accedieron a
la tribuna de invitados, pero fueron expulsadas cuando empezaron a protestar,
porque ya se sabe que en estas tribunas las algaradas solo son democráticas
cuando las protagonizan los legítimos representantes del pueblo. Como ese
senador popular de León, Juan Morano, quien, elegido para defender los
intereses de los leoneses, ayer votó en contra de ellos siguiendo esa cautiva e
inútil disciplina de partido, cuando horas antes había anunciado que apoyaría
la reivindicación minera. Lo peor fue la justificación, que debería haberle
costado un abucheo mayúsculo: “Ha sido un lapsus, no me he enterado. Mañana votaré
a favor”.
Y entonces, una vez más quedó en
evidencia que los senadores, como los congresistas, no representan los
intereses de los ciudadanos, sino los de sus partidos que, por desgracia, no
son coincidentes.
Adidas debería rectificar y no
dar marcha atrás en su idea de sacar al mercado esas polémicas zapatillas
esclavas, con grilletes, para que señores como éste puedan pasearse con ellas
por el Senado, haciendo su propia penitencia o exhibiendo su propia prisión,
esa falta de libertad de pensamiento y de obra que le reivindica como monigote
de un baldío sainete político.