Cuando las palabras pierden su
significado, la gente pierde su libertad. He pensado mucho acerca de esta cita
de Confuccio en los últimos tiempos, cuando parece que hay que disfrazar con
eufemismos la realidad para atravesar escenarios complicados por encima de la crudeza
de los términos.
De repente en un periódico me he
tropezado con un científico, determinismo en estado puro, que dice que el
hombre no es libre, no porque haya perdido su condición, sino porque no lo ha
sido nunca. No lo dice un filósofo, ni un jurista, ni un político, ni un sociólogo.
Lo afirma un hombre de laboratorio que es, donde, al parecer, después de tanto
proteger y reivindicar las libertades individuales, se ha certificado que no
existe el libre albedrío, aunque no por un vacío de significado de las
palabras, sino por una cuestión menos filosófica de pura física y química.
Algo de eso habíamos notado ya
con la influencia de los medios de comunicación y la publicidad, factores
externos muy potentes a la hora de condicionar nuestra voluntad con la misma firmeza
que el Eurogrupo influye en la política económica nacional.
Pero el neurocientífico Gazzaniga
habla de algo muy distinto, llega a defender que las personas tomamos
decisiones de la misma forma que el cuerpo nutre nuestra piel; de forma inconsciente
y predeterminada. Como Spinoza opina que las decisiones de la mente no son más
que deseos, y que nos creemos libres porque no somos conscientes de nuestras voluntades
y deseos; pero ignoramos las causas
por las cuales somos llevados al deseo y a la esperanza. Para
Schopenhauer la causa está en el carácter, que determina nuestra conducta
durante toda su vida y que no podemos cambiar. Hobbes va más allá porque añade
que la voluntad no es algo libre o no libre.
Pero al parecer, aunque queramos
hacer una cosa, acabaremos haciendo aquello que está escrito en nuestro código
genético, bien sea por herencia o por experiencia. Aunque Locke –que no creía
en el libre albedrío y tampoco en el determinismo- consideraba que la capacidad de actuar voluntariamente
consiste en que las personas antes de tomar una decisión deliberamos sobre las
consecuencias de tomar o no esa alternativa. Precisamente
lo que defiende este científico en el periódico, que aunque no existe el libre
albedrío nuestras decisiones vienen en gran parte influidas por
la reacción que intuimos al interactuar con otras personas, lo que quiere decir
que calculamos los efectos que va a generar antes de tomarlas.
Para Pitágoras no es libre el
hombre que no puede dominarse a sí mismo, para Horacio quien no domina sus
pasiones y para Montaigne la verdadera libertad también consiste en el dominio absoluto
de sí mismo. Si nosotros pensamos por nosotros, es decir, si nuestro cerebro
decide milésimas de segundo antes que nosotros, no somos libres. La buena y la
mala noticia es que entonces tampoco somos tan influenciables.
Albert Camus dijo que la libertad
no es más que la oportunidad de ser mejor. La libertad está unida a los
principios de igualdad y justicia cuando, en realidad, no es más que la
capacidad de elegir según voluntad propia. Pero nada asegura que esa voluntad
obre de acuerdo con grandes valores universales como la verdad y el bien. Grandes
defensores de la libertad, como Obama y todos los que inician una guerra, la
acaban utilizando como licencia para matar; igual que los mercados defienden la
libertad de ganar dinero de los ricos a costa del alto precio que pagan los más
pobres.
Tal vez lo más sorprendente del
discurso del neurocientífico del periódico es que dice que una persona no es más
que un relato sobre si mismo urdido por el hemisferio izquierdo en su cerebro.
Una interpretación de nosotros mismos que va creciendo con el tiempo. Ya lo
avanzó Sartre, el hombre está condenado a ser libre, a hacerse a sí mismo, por
eso nadie llega a ser nada que no haya elegido ser. Por eso cada uno de
nosotros alimenta las páginas del cuaderno del hemisferio izquierdo de su cerebro.