El otro día encendí la televisión
pública y en la pantalla prendió la imagen de ‘Ana y los siete’, la almibarada ‘pornoniñera’
que encarnó la Obregón recientemente interrogada por Julia Otero, en ese programa
de entrevistas que se ha empeñado en emular al plató de Salsa Rosa, y por el
que han desfilado Cayetano el hijo de Paquirri y Carmina, Pedro Ruiz el
inclasificable, Alejandro Sanz el millonario español que vive en Miami, y el
petulante Vargas Llosa, encajado a la fuerza en esta nómina para aportar un
poso de intelectualidad donde, a la vista de los invitados, importa más la
audiencia que la calidad.
La recuperación de la ñoña ficción
de la Obregón, cuyos guiones emulan la tortura televisiva del Hostal Royal
Manzanares de Lina Morgan, me impulsó a cambiar de canal. Y apareció Curro
Jiménez. Esa misma tarde había visto ya un episodio de El hombre y la tierra.
Me pregunté en qué año estaba, si la señal de televisión había viajado en el
tiempo y en vez de asomarse al siglo XIX un ente extraño y verde había forzado
una estúpida regresión a un pretérito que alguien juzga más feliz.
Hay que tener la precaución de
vivir el presente, que se escapa, de no dejarse conducir por la nostalgia y también
de no dejarse seducir por el futuro, como Novagalicia, que vendió a un señor de
Pontevedra un contrato de participaciones preferentes que vencerá cuando cumpla
8.046 años, en el 9999.
Esos viajes en el tiempo parecen
una suerte de huida de un presente que no asimilamos y en el que nos cuesta
existir. García Márquez ha perdido la memoria, está enfermo de olvido, y el
futuro que le queda lo vivirá en un presente inconsciente y en un pasado vacío.
En un tránsito etéreo. El pobre Gabo vivirá, pero ya no podrá contarlo.
Aquí quedamos los demás, huérfanos
de sus palabras, y desdichadamente conscientes de lo que dicen los periódicos.