La hija de Juan Carlos, la hija
de Fabra. Son esa categoría de mujeres que solo son en relación a otro, que no
tienen entidad propia, que no se pertenecen a si mismas, que ejercen de apéndice,
que no son más que el sucedáneo de quiénes las inspiran. Y que, por tanto, son
tratadas como un eslabón más de la cadena genética. Son lo que se apellidan y
eso es precisamente lo que les impulsa y protege en la vida, una suerte de
herencia paterna que prende en esas cabezas mechadas de rubio y que constituye
su única carta de presentación. Cómoda y eficaz.
La hija de Juan Carlos es una de
esas personas desagradecidas con la privilegiada posición social que le ha
otorgado el mero hecho de nacer. Una purasangre real desbocada que se ha
conducido como una corrupta, aunque esto no llegue a probarse en los
tribunales. Asociada al cincuenta por ciento con Urdangarín han capitaneado una
trama de saqueo de dinero público con cuentas en Suiza y miserables episodios
de blanqueo a través de ong´s de niños enfermos. Todo presunto, porque oficialmente aún son inocentes. Una privilegiada infanta que
ha tenido cuantos caprichos ha querido sufragados con dinero público y que,
hasta ahora, disimuló tan bien su avaricia que parecía incluso capaz de vivir de su sueldo.
Parece que nada se ha puesto por
delante de la ciudadana Cristina, protegida por el apellido Borbón. A la señora
de Urdangarín –pese al discursito de Juan Carlos de que todos somos
iguales- se le permite actuar con total impunidad frente a la Ley. Lo ha
permitido su padre, quien no es juez pero es parte importante, y no ha movido más
que una tímida ficha cuando el asunto ya había estallado, y lo tolera la
justicia, que es más grave.
Ayer, sin ir más lejos, la
Audiencia Provincial de Palma de Mallorca dijo que no se va a imputar a la
infanta Cristina, porque sería morboso. No porque no haya motivos para hacerlo.
Solo por el cotilleo que se podría derivar de la imagen de la Borbón en el
banquillo de los acusados. Por esa misma estúpida regla de tres ningún famoso
podría ser imputado, por lo que el caso Malaya, la Pantoja y su troupe tendrían
que quedar inmediatamente ‘desimputados’, si es que el sentido común y la RAE
admiten semejante término y circunstancia.
Esta doctrina también libraría a
Rato de responsabilidad en Bankia y animaría a delinquir a todo el que sea hijo
de y tenga un apellido importante, que no podrían responder ante la Ley por si
acaso hablan de ellos en 'Sálvame'.
La otra hija de que es noticia se
llama Andrea Fabra, y es la primogénita de ese señor con gafas ahumadas que se
conduce en democracia con los mismos hábitos adquiridos en el antiguo régimen. Andrea Fabra es diputada, como podría
haber sido azafata de vuelo en el aeropuerto sin aviones de su padre. Ese hombre imputado por cohecho, tráfico de influencias y fraude fiscal a
quien todas las navidades le toca la lotería. La diputada Andreíta, que ayer
rugió un “que se jodan” desde su asiento del hemiciclo cuando se aprobaron los
recortes para quienes cobran el subsidio de desempleo, es el último eslabón -esperemos
que sin continuidad- de una generación de políticos Fabra que se remonta al
siglo XIX, y que ya va siendo hora de que se oxigene.
La verdad es que antes soportábamos
a la nietísima, con aspiraciones de reinar al lado del primo de Juan Carlos, y ahora
nos tortura la generación de hijísimas. En este país el mejor curriculum es el
apellido. El Gobierno de Rajoy ha colocado a sus descendientes, a los hijos de
Esperanza Aguirre, Eduardo Zaplana, Marcelino Oreja, Leopoldo Calvo-Sotelo y
Jesús Cardenal; una sobrina de Fraga, un cuñado de Cañete, un concuñado de
Montoro, la exmujer de Rato, un hermano de Cospedal, otro de Rodríguez Ponga y un
tercero de Álvaro Nadal, y la novia de Feijóo. Es la genética democrática, que
también se hereda en la sangre, como en las mejores familias dinásticas.