Todos los veranos llegan a
Santander los niños rusos o saharauis buscando calor o huyendo de él,
abrazándose a sus familias de acogida para menguar la tristeza de un año macerado
en la distancia, sin abrazos. Es un tiempo que ha transcurrido de forma
impaciente, un invierno que sobrevive junto al álbum de fotografías y la
expectativa del reencuentro.
Cuando cada verano veo en el periódico
las instantáneas de esa emotiva reunión dentro de mí se disparan los recuerdos
de aquella acogida que se ha convertido en un punto de referencia estable y
vital. La primera impresión es con suerte un cruce de miradas a partir del cual
tu vida cambia, prácticamente se aparca, para cobijar y disfrutar de un
sentimiento nuevo, de un afecto inesperado, de una ternura instantánea, de un
cariño arrebatador.
Ella conquista el corazón, pese a
su rudeza, su falta de costumbre de abrazos y besos, y sus lágrimas, porque
deja atrás, aunque sea temporalmente, a su propia familia. Es una invasión
instantánea en la que inesperadamente se derriten todos los filtros que el
sentido común, o más bien el miedo a hacernos daño, impide que nos dejemos
invadir por las emociones y sentimientos complicados. No hay ni asomo de
compasión. Es una relación entre iguales, en la que –en todo caso- el débil es
quien acoge, quien siempre recibe más de lo que entrega.
Han pasado diez años y ella forma
parte de nosotros. Y en todo lo que hemos compartido nos ha colmado de almíbar. De
sonrisas, de complicidades, de viajes compartidos, de ilusiones e incluso de
preocupaciones.
Todos pensamos que nuestro nuevo
hermano o hijo es especial. Nuestra niña, además, es rara. Y eso es lo que más me
gusta de ella. He contado muchas veces que lo primero que preguntó cuando llegó
con tres años a Santander fue “¿dónde están las vacas?” y “¿Por qué ha tapado
lo verde?”. Le fascinaba que el dinero saliera de las paredes de las casas, y
no perdía detalle de las operaciones en los cajeros automáticos. En realidad desconocía
para qué sirve el dinero y desgraciadamente hubo que enseñarla a utilizarlo
para comprar chucherías o subirse a los tiovivos. Le parecían raros los abrazos
y los besos, que a la vista de la sorpresa no había practicado mucho. Cultivaba la extravagante afición de recortar las fotografías de las esquelas y de las vacas que se publicaban en los periódicos, que componían una ecléctica colección que guardaba y a menudo exhibía como un tesoro en los lugares más insospechados. Le regalamos un muñeco al que bautizó con el nombre de 'crío', y todas las mañanas insistía en que le comprásemos una dentadura postiza antes de que el temido ratoncito Pérez se llevase todos sus dientes. Pegaba la cara en los escaparates de las pastelerías y escribía cartas llenas de garabatos a la cigüeña para que le trajera un hermanito, y al cartero, porque confusamente pensaba que trabajaba leyendo el correo ajeno.
Nuestra frase preferida es “¿Te
imaginas?” y a partir de ahí nos atropellamos fabricando conjeturas a un ritmo
veloz y descarado, entre risas. Dentro de nuestro peculiar
lenguaje propio también hacemos ‘misiones’, término que aplicamos a cualquier
tipo de iniciativa que abarca desde salir a tomar un helado –siempre de
mantecado y yogur-, ordenar el armario o añadir fotos a su álbum de pegatinas, que ahora creo que se llaman stickers.
Son muchas pequeñas cosas las que
se asoman cada vez que miro en los periódicos las fotografías de esos niños que
cada verano regresan a un hogar de paso, y estoy segura de que todas las
familias se quedarían con ellos para siempre. Que son ellos quienes nos hacen más
felices a los demás.