Hoy
he leído que se celebra el Día Internacional del Correo, y no he tenido que
esforzarme por rescatar del álbum de recuerdos cuando fue la última vez que eché
una carta al buzón.
Era
un amargo septiembre. Ese otoño que conquista los últimos días de verano a la
orilla del Cantábrico había oscurecido aquella tarde ya fría. Me abrigaba un
jersey de punto de cuello alto. Aún puedo sentir su tacto sobre mi piel. Negro.
Como el áspero regreso a Santander que apagó la luz de ese cálido septiembre en
Madrid. Volver. Diecisiete años más tarde ese retorno aún fue un error. Fue la última
vez que escribí una carta. Aún hoy soy capaz de reproducir su contenido en mi
memoria con extraordinaria lucidez, tal vez porque arañé el papel con palabras
amargas y desordenadas que fueron envenenando párrafos, brotando a borbotones. La escribí con urgencia, con la misma diligencia la envolví en el
sobre y lamí sus labios acres para sellarla, para que aquella intimidad que
respiraba no escapara por ninguno de sus poros. Apenas cinco minutos más tarde
la entregué con decisión a la boca del león del buzón de Correos, ahora tan hambriento
de correspondencia.
Después
regresé a casa. “Te he mandado una carta”, le dije por teléfono. Nos escribimos
esas cosas que nunca nos dijimos, y de las que por supuesto nunca hablamos. Antes el tiempo transcurría más despacio; y la distancia, las ausencias
y las esperas fracasaron una relación extraña que solo asomaba en las
letras. Hoy la respuesta a mi carta, dos folios gastados por sucesivas lecturas
y miradas, se guarda al calor de una vieja caja de zapatos forrada con papel de
regalo, arropada por docenas de sobres con sus sellos gastados, correspondencia
sentimental que aún cruje cuando la releo, cuando me parece descubrir en ellas
una nueva lectura, un nuevo matiz. Si mi vida prendiese en llamas me abrazaría
a esta caja de zapatos llena de palabras.
Ahora
que las letras ya no viajan en papel. Ahora que no se envuelven en cálidos
sobres que se van curtiendo en el trayecto y que llegan a las manos del
destinatario con huellas y olores ajenos. Ahora, todos los septiembres, cuando prende
el otoño, transito por pretéritas veredas. Cada vez con más melancolía y menos
entusiasmo.
Petronio
decía que escribir una carta es una excelente manera de trasladarse a otra
parte sin mover nada, salvo el corazón. Un pedazo del mío viajó en aquella
carta, a cambio, custodio otro trozo del corazón de aquel raro destinatario.