martes, 16 de octubre de 2012

Frente al Cantábrico

El otoño empaña Castro con una cortina gris de pequeñas burbujas húmedas que se enganchan con suavidad en mi pelo y que pronto dibujaran bucles en mi estirada melena. Hoy nada de lo que hay en mi es casual. Una pinza recoge un desaliñado moño del que, en apariencia, descuidadamente caen largos mechones lisos sobre mis hombros protegidos por una calida chaqueta de punto, que a su vez envuelve la suavidad de una blusa de seda contra mi cuerpo, y que se desliza con ligereza hasta las rodillas, cubiertas por un pantalón negro que se abriga dentro de unas botas de tacón cuyo sonido acompasado no identifico cuando chocan sobre la solitaria y muda acera camino de la playa.
He ganado al amanecer, impaciente por provocar otro encuentro con el desconocido de la playa. Camino con pasos rápidos, extrañamente firmes para no saber que voy a hacer. Mi respiracion se agita cuando compruebo que alguien se ha adelantado, como delatan las muescas de unos pasos sobre la arena fría. Los tacones no sostienen mi cuerpo sobre la levedad de la playa y se hunden a cada paso restando equilibrio y dignidad a mi forma de caminar.
Reconozco que espero que algo ocurra. Desde esa orilla acariciada por el vaivén del mar que hoy es una silenciosa lamina de plata no acierto a distinguir el rastro del propietario de las pisadas sobre la arena que, ahora caigo, ha dejado sus zapatos junto a un pequeño paquete a los pies de la orilla. Pero hoy el mar no invita a nadar en este otoño enfermo ya de la húmeda efervescencia del invierno.
Me parece percibir el rumor de un ligero chapoteo detrás de las rocas, pero al instante una gaviota rompe la esperanza cuando despega ruidosamente el vuelo. Espero algunos minutos hasta que el frío me empuja a sacudirme la arena de las botas y caminar despacio hacia el parque. Desde la barandilla hay una magnifica vista de la hoy muda ensenada. Ahora si que veo el cuerpo de una persona que se deja mecer por la marea apenas perceptible. Me agacho un poco para mirar entre los barrotes, para robar la intimidad de alguien que no se siente observado.
Aun no puedo distinguir si ese hombre que ahora avanza con ímpetu para conquistar la arena y que acelera el paso sacudiendo las gotas de agua que resbalan por su piel, es el mismo del otro dia. Decido que si. Inconscientemente atuso mi pelo y siento la chaqueta de punto sobre mis hombros.
El hombre aprieta el paso para salir de la playa y abre el maletero de uno de los coches aparcados en el paseo. Le sigo desde la distancia, entre los arboles, donde ahora hacen ejercicios dos señores en chandal, mientras se seca con una toalla vuelvo la vista a la playa gris. Recorro la arena hasta que tropiezo con el. Ni salgo de mi asombro. Hay un pequeño bulto sobre la solitaria arena. Ha tenido que ser el, se ha dejado el paquete sobre la arena. Presumo que voluntariamente. Acierto a distinguir que esta envuelto en una bolsa de plástico que el aire desapacible de la fría mañana mece acompasadamente en sus acometidas.
Cuando vuelvo a mirar hacia el coche, el desconocido se abrocha al cuerpo una camisa blanca que luego esconde bajo la chaqueta de un traje oscuro. Cierra el coche y se dirige a la cafetería de enfrente, sin ni siquiera volver la vista hacia el paquete. Le sigo parapetada ahora tras las gafas de lejos, para poder seguir con nitidez toda la escena. Desde el exterior veo como toma asiento en una mesa que mira a la playa y desde allí revuelve un cafe mientras mantiene una escueta conversación a través de su teléfono móvil. Pasan mas de diez minutos que el entretiene vigilando sin descanso el bulto sobre la arena. Fuera, las gotas de agua van engordando y su helada textura me golpea la cara y las manos. Decido entrar.
Me siento en la barra, de espaldas a la cristalera que vigila al mar y a su mesa. Tendríamos que darnos la vuelta los dos a la vez para podernos  reconocer. Pido un cafe casi en un susurro, aunque no creo que hubiese podido recordar mi voz. Pasa mas de media hora hasta que el sonido de su móvil interrumpe el silencio y mi ansiosa espera. "Ahí sigue", responde enigmáticamente antes de colgar y levantarse. Sospecho que esta conducta es demasiado extraña, incluso para alguien como yo, que venia predispuesta a protagonizar un nuevo y turbador relato. Intento pensar con frialdad. Me parece ridículo pensar que el paquete contiene droga. Pero lo pienso. O el dinero de un rescate.
Ahora me siento incomoda y disgustada. De repente el desconocido se levanta y se gira hacia la barra para pagar. En ese mismo momento alguien pronuncia en voz alta mi nombre. Me doy la vuelta despacio, con cierta reserva. Pero mi amigo de la facultad viene hacia mi y me saluda con jovialidad. Es verdad, la cita. Ya es la hora. Vuelvo la cabeza hacia la barra y cruzo la mirada con el desconocido que la absorbe con indiferencia. No es el, compruebo desconcertada mientras sale de la cafeteria con paso acelerado. "Carlos no puede venir hoy. Me aviso ayer por la noche. Pero podemos avanzar nosotros, ¿Empezamos?".
Salí corriendo de la cafetería mientras escuche como a mis espaldas caía el bolso derribado por la rapidez de mi huida. No escuchaba nada, ni las llamadas de mi amigo, ni el rotundo golpe de mis tacones sobre la acera. No sentía la lluvia que empapaba mis lentes de miope. Llegue a la playa respirando alivio cuando vi que seguía ahí. Desenvolví el paquete con ansiedad. Leí la nota prendida de un ramillete de flores secas. "Te espero en el próximo amanecer".