Ícaro
quiso volar por encima de las nubes para alcanzar el paraíso, y el
austriaco de apellido impronunciable ha hecho el viaje inverso para estrellarse
sano y salvo sobre la tierra. El austriaco valiente emuló ayer el vuelo del
hijo de Dédalo al revés, es decir, cuesta abajo, como la realidad que nos rodea,
como la descendente curva de infelicidad, decrecimiento y déficit. Flotando en esa
caída libre que es un poco lo que hacemos todos, caer y caer arrastrados por el
descrédito moral y financiero hacia un pozo de dimensiones estratosféricas.
Tal
vez por eso nos identificamos con la hazaña y todos somos un poco protagonistas
de ese viaje simbólicamente compartido hacia la incertidumbre. Hemos bajado de
la nube y aspiramos a aterrizar en la realizar, a tocar fondo para emerger revestidos
de alguna esperanza. Como la que pretenden conquistar el millón de personas que
en el último año y medio han salido de España. Una diáspora forzosa en busca de
un futuro. Con seguridad, el peor pecado que un hombre puede cometer es no
haber sido feliz. Por eso tal vez algunos de los que hasta ahora ejercían de perennes
ciudadanos españoles no temen reconvertirse en nómadas, para dejarse llevar por
otras geografías salpicadas de oportunidades para vivir. Son aquellos que no se
conforman con resistir.
Hace
unos años, no tantos, España se escandalizaba con la llegada de personas de
otras culturas, tan poco acostumbrados al mestizaje como estábamos tras décadas
de travesías poco alegres. Ahora, cuando muchos de ellos empezaban a construir
su nueva vida -sobre los cimientos de barro de la famosa burbuja- levantan de
nuevo el vuelo.
Esta
vez, en su constante travesía, les acompañan los españoles a la conquista de la
felicidad. Incluso algunos de aquellos que pretendieron cerrarles las fronteras.
Dicen
que el viaje más largo es el que empieza con el primer paso. Con esa derrota al
miedo a cambiar de escenario, que no es cambiar de vida, sino empezar a vivir
de nuevo. Fabricarse unas alas nuevas para volar por encima de las nubes, pero esta vez, sin acercarnos mucho al sol para no cegarnos con el resplandor del paraíso capitalista del libre mercado.