Mister
Bean encabeza una cruzada para abolir la ley británica del insulto, una
normativa vigente desde 1986. Dice que insultar es un derecho y reivindica dar
rienda suelta a la belleza de la ofensa, que en España prendió en las ardientes
diatribas métricas de Góngora y Quevedo escritas con el estilete de sus
aguijones envenenados de hilarante e irónica sátira.
Sería
una suerte recuperar este ingenio para dirimir diferencias ideológicas y
políticas, y no padecer las soflamas y consignas vacuas de los discursos
políticos descafeinados y debates de medio pelo que se ahogan en un racimo de
frases manidas sin consistencia intelectual alguna. Esa desasosegante costumbre
de hablar en titulares, de forjar lemas insustanciales, de proporcionar
explicaciones delirantes, fútiles discursos, evasivas nimias y argumentos
frívolos es también una forma de insultar a los ciudadanos, que estamos hartos
de que se rían de nosotros.
El
problema de los insultos es que no se limitan a los epítetos, que es su versión
más simple. La gente se ofende si le llaman tonto o imbécil, pero no si les
estafa un banco, les suben los impuestos más de lo que se reconoce, abusan de
ellos las compañías eléctricas, le imponen unas tasas judiciales escandalosas,
se les multiplican los intereses de la hipoteca cuando no tiene trabajo, cuando
incumple el contrato su operadora móvil o el político a quien votó les da gato
por liebre.
La
ofensa se ejerce de una manera más sutil a través de una artillería que dispara
con pólvora más ideológica que gramatical, aunque muchos nos hagamos los
ofendidos con la semántica de determinados calificativos.
Habría
que dilucidar, además, si tonto es más que sinvergüenza o menos que imbécil,
para elaborar el ránking de multas económicas correspondientes, porque estas
cosas del honor siempre tienen un precio, y las ofensas se resarcen a cambio de
dinero en los tribunales.
Habría
que decidir también si palabras como ladrón o caradura son en sí mismo un
insulto o, en determinados contextos, únicamente responden a la realidad.
En
realidad, el problema de los insultos es que cualquier cosa puede entenderse de
ese modo, desde la crítica a la caricatura, pasando incluso por la mera
descripción de la verdad.
El
otro día un juzgado de Santander ha puesto multas de entre 60 y 90 euros a unos
ciudadanos que llamaron al extravagante (¿será esto un insulto?) ministro Wert meapilas, churraconfesionarios, hijoputa,
chorizo y ladrón. Los dos primeros epítetos podrían militar en una categoría
menor, de ridiculización. Es más, cuesta asimilar que un juez se entretenga en
un asunto tan menor, cuando en las barras de los bares y en los patios de
recreo le dedican a voces peores lindezas. Pero lo más grave es que Wert visitó
Cantabria a principio de curso y solo dos meses más tarde ya está el asunto
juzgado, mientras casos más urgentes e importantes saturan los tribunales.
En realidad, bien mirado, el
desahogo cuesta lo mismo que una multa de aparcamiento, lo que tampoco coloca la
dignidad del insultado Wert en un listón muy alto. En el Colegio de Médicos de
Cantabria solo por decirle a un compañero que es 'un insulto para la medicina' te
ganas 45 días de suspensión y 600 euros de multa. Cotiza mucho más alto que el
honor de Wert.