lunes, 19 de noviembre de 2012

Artillería semántica


Mister Bean encabeza una cruzada para abolir la ley británica del insulto, una normativa vigente desde 1986. Dice que insultar es un derecho y reivindica dar rienda suelta a la belleza de la ofensa, que en España prendió en las ardientes diatribas métricas de Góngora y Quevedo escritas con el estilete de sus aguijones envenenados de hilarante e irónica sátira.
Sería una suerte recuperar este ingenio para dirimir diferencias ideológicas y políticas, y no padecer las soflamas y consignas vacuas de los discursos políticos descafeinados y debates de medio pelo que se ahogan en un racimo de frases manidas sin consistencia intelectual alguna. Esa desasosegante costumbre de hablar en titulares, de forjar lemas insustanciales, de proporcionar explicaciones delirantes, fútiles discursos, evasivas nimias y argumentos frívolos es también una forma de insultar a los ciudadanos, que estamos hartos de que se rían de nosotros.

El problema de los insultos es que no se limitan a los epítetos, que es su versión más simple. La gente se ofende si le llaman tonto o imbécil, pero no si les estafa un banco, les suben los impuestos más de lo que se reconoce, abusan de ellos las compañías eléctricas, le imponen unas tasas judiciales escandalosas, se les multiplican los intereses de la hipoteca cuando no tiene trabajo, cuando incumple el contrato su operadora móvil o el político a quien votó les da gato por liebre.

La ofensa se ejerce de una manera más sutil a través de una artillería que dispara con pólvora más ideológica que gramatical, aunque muchos nos hagamos los ofendidos con la semántica de determinados calificativos.
Habría que dilucidar, además, si tonto es más que sinvergüenza o menos que imbécil, para elaborar el ránking de multas económicas correspondientes, porque estas cosas del honor siempre tienen un precio, y las ofensas se resarcen a cambio de dinero en los tribunales.
Habría que decidir también si palabras como ladrón o caradura son en sí mismo un insulto o, en determinados contextos, únicamente responden a la realidad.
En realidad, el problema de los insultos es que cualquier cosa puede entenderse de ese modo, desde la crítica a la caricatura, pasando incluso por la mera descripción de la verdad.
El otro día un juzgado de Santander ha puesto multas de entre 60 y 90 euros a unos ciudadanos que llamaron al extravagante (¿será esto un insulto?) ministro Wert meapilas, churraconfesionarios, hijoputa, chorizo y ladrón. Los dos primeros epítetos podrían militar en una categoría menor, de ridiculización. Es más, cuesta asimilar que un juez se entretenga en un asunto tan menor, cuando en las barras de los bares y en los patios de recreo le dedican a voces peores lindezas. Pero lo más grave es que Wert visitó Cantabria a principio de curso y solo dos meses más tarde ya está el asunto juzgado, mientras casos más urgentes e importantes saturan los tribunales.
En realidad, bien mirado, el desahogo cuesta lo mismo que una multa de aparcamiento, lo que tampoco coloca la dignidad del insultado Wert en un listón muy alto. En el Colegio de Médicos de Cantabria solo por decirle a un compañero que es 'un insulto para la medicina' te ganas 45 días de suspensión y 600 euros de multa. Cotiza mucho más alto que el honor de Wert.