Esta
mañana una mujer abrió la puerta de su casa, se dirigió el balcón, se subió a una
silla y estrelló su vida sobre una acera de Baracaldo mientras unos señores de
negro, en nombre del derecho y de los intereses del banco de turno, avanzaban
por el pasillo penetrando en su intimidad con una orden de desahucio en la
mano.
A
finales del mes pasado, un hombre en Granada se ahorcó cuando procedían a embargarle.
Otros, demasiados, no se han quitado la vida pero han quedado esclavizados con
una deuda que hipoteca su futuro, que equivale a una existencia sin esperanza,
que es una muerte al fin y al cabo.
Pocas
cosas hay más lastimosas que un embargo, que se lleva por delante mucho más que
un caparazón de hormigón en el que refugiarnos y construir un hogar, algo más
que el esfuerzo, el trabajo y el dinero invertido. Se desalojan las ilusiones y
los recuerdos, se destruye y se invade la intimidad que solo protegemos entre
nuestras cuatro paredes. Se nos arrebata la dignidad, nos cubre de vergüenza, nos
destroza las ilusiones, nos humilla. Los más afortunados guardan su vida en
cajas de cartón con la amarga certeza de que nunca volverán a abrirse, porque los
días no serán nunca igual.
Y cuando
no hallan otro techo amigo al que emigrar atraviesan la frontera de la
marginalidad y habitan como ciudadanos de tercera ese submundo capitalista, el
estercolero cada día más poblado al que nos aboca tanto orden mundial, tanto
estado de derecho y tanto libre mercado. Ese limbo en el que no se tienen
derechos, pero si deberes con el banco al que se adeudará de por vida la historia
del fracaso de un hogar guardado en cajas, de una vida no vivida. Nos embargan
algo más que la cartera y el piso, nos embargan la vida. A sabiendas de que no tendremos
otra.
Todos
lo vemos, menos quienes nos legislan que han permanecido impávidos hacia un
drama social que ya ha afectado a 400.000 españoles y que es un feroz exponente
de la desmedida usura de los bancos y la ineficacia de esa clase política. El otro
día se dieron cuenta, tal vez para distraernos de un rescate que a lo mejor ya
no merece la pena ni intentar. Hoy mismo, más preocupados -como acostumbran-
por su imagen que por la realidad, han dado un paso insuficiente y que llega
tarde, como las comisiones de investigación del Madrid Arena y como tantas
otras de sus competencias.
El
plan de desahucios que ahora a toda prisa plantean para limpiar su conciencia se
limita a retrasar los desahucios solo en determinados casos, pero no ataca con
la urgencia legislativa necesaria las injusticias denunciadas incluso por la
Unión Europea y hasta los jueces y fiscales de este país. Es imperioso que la
entrega de la vivienda salde la deuda hipotecaria, eso que llaman dación en
pago. Será legal, pero es injusto. Como el que solo se pueda recurrir un
embargo después de que se produzca.
Aquí
los malos no son solo los bancos, que abusan porque la ley se lo permite; ni
los jueces, que ya han pedido endurecer las condiciones y proteger al deudor. Los
responsables son quienes pudiendo cambiar las leyes no lo han hecho, y permiten
estas injusticias que nada que tienen que ver con la legalidad.
Un 10% de las hipotecas formalizadas en los últimos cinco
años han acabado en desahucio. Detrás de cada
embargo hay un banco sin escrúpulos y un político desalmado. Pero no son las únicas
alimañas. Detrás de Amaya, la mujer a quien esta mañana arrancaron la vida, hay
muchos buscando un chollo inmobiliario en la bolsa de pisos de un banco o en una
subasta, generalmente amañada, donde otros harán negocio y se malvenderá el hogar de esta infeliz a un
ciudadano tan honorable como usted y yo.