Los
buenos periodistas son incómodos para el poder y, por tanto, incluso a veces para
la propia mano que les da de comer: El dueño del medio de comunicación de turno, quien no arriesga su dinero para contar la verdad, sino para hacer negocio bien
sea en forma de beneficios directos de tipo económico, o de resultados derivados
de la influencia que ejercen sobre quienes nos gobiernan, que a la postre
deviene en lo mismo.
Los
grandes grupos de comunicación utilizan su poder para influir, e influyen para
ganar dinero. Pero algunos lectores de periódicos, corrompidos por una
ingenuidad casi genética, elegimos militar bajo una cabecera, la que nos
reafirma en nuestras opiniones, pensando que es más libre, más independiente, más
veraz y más honesta que su competencia. Por eso lo elegíamos en el quiosco,
porque esperábamos que no nos engañase con silencios, porque nos creíamos toda la tinta que
destilaban sus páginas.
Acaso
alguna vez fue así, cuando confluyeron los intereses de los propietarios del
medio y de sus lectores en la conquista de la democracia. Pero hace mucho
tiempo que esa transparencia solo se aplica a los intereses del equipo rival,
no al de casa, y los trapos sucios que se lavan son lógicamente ajenos. Y hay
que leer entre líneas para acercarnos a la verdad, navegar entre titulares encontrados
y, sobre todo, cotejar, que es algo que deberían hacer los periódicos y que,
ahora, hace el lector buceando por otros medios para contrastar la información que
fluye de manera casi libre por el ciberespacio. Por eso somos menos fieles y más
escépticos a la tipografía que nos ha acompañado desde siempre y que, en muchas
ocasiones y en los últimos tiempos, tampoco se ha respetado a si misma.
Pero
hay un oasis de esperanza que son los apellidos de la información, de las crónicas,
de los análisis, de las entrevistas y reportajes. Aunque hemos dejado de creer
en la cabecera podemos seguir creyendo en quien firma. Podemos confiar en los veteranos
periodistas a quienes hemos leído estos años y que nunca nos fallaron. Esos
tipos incómodos que todavía salen a la calle y que todas las mañanas nos cuentan
cómo huele y duele la vida.
Ahora
que agoniza El País más que huérfanos nos sentimos decepcionados. Algunos ya lo
estábamos hace tiempo. Cuando los periodistas les empezaron a parecer demasiado
incómodos y necesitaron adiestrar a su propio ejército de plumas dóciles
salidos de cualquier facultad menos de la de periodismo. Técnicamente
perfectos, pero sin alma ni vocación. Nada se dijo cuando se empezaron a
fabricar ‘productores de contenido’ y no periodistas, que trabajan en
redacciones que ahora son ‘laboratorios asépticos para navegantes solitarios,
donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el
corazón de los lectores’, que dice García Márquez.
Y,
hoy, aquí están sus efectos. Los periodistas no hacen falta. Se puede ganar más
con una cuadrilla de becarios procedentes de otras disciplinas adoctrinados para firmar lo que sea por una
miseria sin moverse de la redacción. A eso, ahora El País, le llama periodismo. Falta ver cómo los
califican sus lectores.