No
hay ciudad que tenga un nombre más amable que Buenos Aires. Tal vez porque su
geografía íntima parece construida y alimentada por el corazón, y no por el
pavimento gris de otras urbes que son meros contenedores de gente triste e
hipotecada. Es una ciudad que respira, que está viva, cuyas avenidas recorre el
poeta Oliverio buscando a la mujer que le haga volar, en esa fábula cinematográfica
hilvanada con los versos de Benedetti y Gelman. Se llama El lado oscuro del
corazón, y es una encendida y turbadora defensa del amor que palpita a través de
un onírico y surrealista viaje sentimental por los esqueletos urbanos de Buenos
Aires y Montevideo.
Nos
mueve el deseo, no el razonamiento intelectual. Por eso resulta tan complicado descifrar
el comportamiento humano que una y otra vez, salvo algún asceta o estoico, se
inclina hacia ese lado, a veces incluso oscuro, del corazón. La inteligencia
nos abre a un mundo de certezas e interrogantes, nos sacude, nos empuja, nos inquieta.
Pero un hombre no es hombre más que por el corazón. Ahora que la razón nos asfixia
y que tecnócratas y políticos fallan nos queda el gobierno de las emociones,
que defiende la filósofa Victoria Camps, galardonada con el Premio Nacional de
Ensayo por un trabajo que lleva este título y que defiende la compatibilidad de
los afectos y razón. Solo un conocimiento que armonice razón y sentimiento
incita a asumir responsabilidades morales, defiende. La emoción no está en
contra de la razón, precisa de ella. No tenemos que elegir entre razón y corazón.
Y hay una elevada falta de ética en apelar a una de esas dos constantes para tomar
una decisión. Traducido al lenguaje real, no es moralmente admisible que los
políticos nos asfixien por razones económicas, el fin nunca debe justificar los
medios cuando precisamente ahí, en la mitad, estamos todos.
La
razón puede advertirnos sobre lo que conviene evitar, pero solo el corazón nos
dice lo que es preciso hacer. Hay que vivir, con razón, sin razón o contra
ella, defendió Unamuno. Mi corona está en el corazón, no en mi cabeza, clamó Shakespeare.