Leonardo Da Vinci defendía que
todo nuestro conocimiento proviene de las sensaciones. Cierto es que no recordamos todo lo que
vivimos, sino solo aquello que nos hizo sentir algo, que nos impresionó, conmovió,
sacudió, emocionó o sobresaltó. Probablemente la memoria los guarda por eso,
por su capacidad de estímulo, porque de una u otra forma son situaciones que nos
causaron una potente sensación.
Eso explica que dos personas que
han compartido una misma situación, en realidad no han vivido lo mismo. El recuerdo
que guarda cada una depende de las emociones que le provocó. Dos personas que sufren
la misma experiencia reaccionan de manera diferente, en función de cómo le
afecta, que es lo que determina la reacción. En cada uno de nosotros deja una
huella.
Hasta ahora se ha exaltado la
sociedad del conocimiento, la sociedad inteligente, cuando en realidad solo
necesitamos entornos emocionalmente amables. Primero hemos pagado por tener,
luego por saber y ahora por sentir.
La falta de humanidad de la
sociedad se exhibe sin complejos en un peculiar negocio, una empresa de
caricias, donde a uno le hacen arrumacos por un puñado de dólares. La
iniciativa responde al pavoroso nombre de El
acurrucadero y ofrece sesiones de mimos por horas que, dicen, refuerzan la
autoestima y el sistema inmunológico. En realidad confirma que estamos repletos
de objetos y de desnudos de afectos. Ya sabíamos que el sexo tiene precio. Pero
ahora se compran hasta los abrazos. Falsos y desconocidos. Huérfanos. Pasajeros
y rápidos. E inútiles. Porque poco efectivos pueden ser los abrazos
artificiales, sin sentimientos.