Dicen
que el 92% de las personas con más de sesenta y cinco años toma siete pastillas
al día para mantenerse en forma. Algunos llegan hasta las quince. Los
responsables de la sanidad pública dirán que vivimos por encima de nuestras
posibilidades. De hecho, hace meses, un ministro nipón ya hizo el ridículo pidiendo
a los japoneses de avanzada edad que acelerasen el tránsito al otro mundo por
solidaridad económica con el país.
Hoy
también hemos sabido que las mujeres españolas son las más longevas de Europa,
con una esperanza de vida media de 85 años. No sería extraño que el Gobierno tomase
alguna medida para frenar tan funesta estadística a los ojos de las arcas públicas,
como la aplicación de un céntimo rosa.
Al
fin y al cabo los ciudadanos tenemos la culpa de todo. Enfermamos mucho,
consumimos demasiados medicamentos, nos gusta disfrutar de calles limpias y farolas
encendidas, nos hemos acostumbrado a ir gratis al colegio, a desplazarnos en
transporte público, y tenemos otros vicios aun más inconfesables como aspirar a
tener un trabajo o una beca para la universidad. Nuestra ambición está
destrozando España, y también nuestras aspiraciones. Pretenden hacernos creer
que nuestros sacrificios domésticos salvarán de la peste de la crisis al país,
mientras se están investigando 171 casos de corrupción política.
Que
si el Gobierno aprueba que la entrega de la vivienda salde la deuda
hipotecaria, la dación en pago, el sistema financiero se desestabilizará. Cuando
ya está quebrado de antemano.
Que
si baja el precio de la luz las poderosas industrias eléctricas se apagarán
como filamentos gastados por el uso. Cuando sus consejeros disfrutan de una
extraordinaria corriente de energía financiera, véase los 27.000 euros al mes que
Iberdrola pagó al exministro Acebes.
Que
si no copagamos las medicinas, el superIVA, los céntimos de todos los colores,
el doble de IBI y de luz, el 40% más de agua, esto se hunde. Cuando el temor es
que los políticos y consejeros de empresas públicas y privadas no podrán
disfrutar de sus espléndidas dietas, primas y pensiones vitalicias.
Que
hay que privatizar los hospitales, los ambulatorios, los colegios y hasta el
registro civil. Para que a los ciudadanos nos cueste más todo, a quienes
trabajan en estos servicios les paguen menos, y el concesionario gane lo que
pierden los anteriores.
Ayer
pusieron un reportaje en televisión sobre Groenlandia, ese apéndice independiente
de Dinamarca. Una isla que atesora unos recursos naturales extraordinarios que
atraerían de inmediato industrias y generarían altísimos niveles de empleo. Curiosamente,
sus ciudadanos se oponen a explotarlos porque temen que la llegada de
multinacionales les haga esclavos de sus intereses y altere su forma de vida.
Algo
impensable en España, donde ponemos la alfombra roja a Eurovegas –cuyos futuros
empleados se contratan ya en las oficinas del Partido Popular-, a los jeques y
millonarios rusos en la costa del sol, y a las firmas extranjeras que nos colonizan.
Poco importa vulnerar los derechos laborales, que ya apenas existen. Ahora el progreso es encadenarse en régimen de semiesclavitud y trabajar más por menos. Poco
importa que, en el camino, los ciudadanos caigan como moscas víctimas del
hambre y los desahucios. Como diría Oscar Wilde, lo menos frecuente de este
mundo es vivir; la mayoría de la gente existe, eso es todo.
Pero
no se puede condenar a nadie a vivir sin presente ni futuro en aras de un bien
mayor que, para colmo, es la pervivencia de este sistema injusto que nos devora.
Así es, la vida es la mejor cosa que se
ha inventado, suspiraba el coronel
que inspiró la tinta de García Márquez.