Hace
ya unas semanas la tierra se tragó a un señor en Estados Unidos mientras dormía
plácidamente en su cama. Días después engulló a otro hombre a través del hoyo
de un campo de golf en Illinois. Tuvo más suerte que el primero y pudo ser
rescatado, pese a que se hundió a varios metros de profundidad.
Tierra,
trágame. La expresión se ha hecho realidad como infausta profecía. Como chivos
expiatorios de la vergüenza colectiva, en sendos ejercicios de desconcertante
fagocitación, sus entrañas furiosas han engullido dos víctimas. Tantas
licencias a la hora de reventar sus vísceras, de saquear y alterar el
ecosistema, de invadir, profanar y alterar el planeta han desatado su cólera.
Pero
la ira de la tierra no es solo consecuencia de los abusos físicos a los que ha
sido sometida. La repulsiva conducta de sus habitantes ha terminado por agotar la
paciencia del planeta. El progreso y el lujo de unos pocos no son más que un
gigante con pies de barro, parecen advertir las recientes fagocitaciones. La
tierra se ha convertido en un mundo capitalizado por el dinero, las fronteras,
los salvoconductos financieros, los centros comerciales, los todoterrenos, los
privilegios, las smartcities, donde todo es de propiedad privada, los terrenos
en donde cultivamos, el mar en el que pescamos, los caminos que transitamos,
donde hay que pagar por existir. Es la escenografía del progreso de unos pocos
que nunca miran atrás donde, cada vez a más distancia, cada vez más personas
tienen hambre, necesitan medicinas y un abrigo.
Cuando éramos pequeños el dinero
aún era billetes y monedas. Hoy son ceros en Suiza, lingotes de oro en el
trastero de un chalet en la Moraleja. Cada vez hay menos que tienen más. Y más
que tienen menos. De pequeña no entendía porque a nadie se le ocurría fabricar
más dinero para que todos tuviésemos suficiente. Tras sesudas explicaciones
sobre la inflación, el equilibrio financiero y la estabilidad de la economía
mundial, hoy, cuarenta años más tarde, me reafirmo en aquellas ingenuas
sospechas de mi niñez. Correríamos el peligro de que no hubiera pobres. Y eso
provocaría que no hubiese ricos. También aprendí de Voltaire que si los pobres se ponen a razonar todo está
perdido.