Baltasar Gracián decía que lo único que
realmente nos pertenece es el tiempo, incluso aquel que no tiene otra cosa
cuenta con eso. Pero la gente vulgar, advierte Schopenhauer, solo piensa en
pasar el tiempo, y el que tiene talento en aprovecharlo. Si amas la vida, no desperdicies el
tiempo, porque la vida esta hecha de él, dice un proverbio francés.
Un chino ha pasado seis años jugando en un
cibercafé, del que de vez en cuando salía para darse una ducha. Mientras tanto
un español, de apellido Bárcenas, ha viajado en un continuo bucle de ida y
vuelta a Suiza para ir construyendo un fabuloso castillo de euros, que fermentó
entre vapores de chocolate junto a las fortunas de Pujoles y Borbones. Son dos
maneras de malgastar el tiempo. Quien lo desperdicia en el hedonismo esclavo de
un estúpido juego, o quien no ha creado nada más que montañas de dinero para
poder comprar hasta los abrazos, que solo son gratis entre los pobres. Porque
no puede comprar más tiempo, solo más espacio. Más metros cuadrados de casa y más
hectáreas de limonares.
El mundo es tan raro que mide el éxito de
una persona por su capacidad de ganar dinero. Algo que nunca necesitaron, e
incluso despreciaron, algunos de los filósofos, escritores y científicos más
brillantes de la historia, apasionados por crear y descubrir, y no por
acumular.
Ahora la vida no es tiempo, sino dinero. Todas
las noticias de los periódicos cuentan cuánto tiene, gana o pierde cada cual y,
últimamente, cuánto nos roban a los ciudadanos que no tenemos. Incluso pagamos
por estar al día de estos tránsitos mercantiles.
Un vecino de Retuerta del Bullaque, en
Ciudad Real, ha estado treinta años usando un meteorito de cien kilos para
prensar jamones, sin saber que el peculiar siderito había caído del cielo y que
podían haber obtenido algún rédito económico por él. Han aparecido setecientos
kilos de cocaína en el avión de Affelou, rey del dos por uno en gafas, y
alguien pretende que nos escandalice que Alberto Núñez Feijoo se relacionaba
hace veinte años con un potente narcotraficante, cuando el mismo Borbón con
absoluto descaro se proclama hermano del dictador de Arabia Saudí que ejecuta a
homosexuales y corta las manos a los ladrones, o del monarca de Marruecos que
no conoce la palabra democracia.
Quienes nos gobiernan siempre están
dispuestos a ceder a los deseos del dinero, que se multiplica en los tráficos
de influencias, de armas y de drogas; en la mayoría de las operaciones
financieras e inmobiliarias a gran escala y hasta en las compañías eléctricas.
Para crear más riqueza y más empleo, justifican. Y para que ellos tengan más,
nosotros tenemos cada vez menos, y así nos quieren convencer de que se restaura
el podrido sistema que a ellos les hizo ricos y a nosotros pobres y que, por
tanto, no conviene modificar.
Te llaman porvenir porque no vienes nunca,
recitaba Ángel González. Pero entre las noticias de los periódicos el otro día
se coló, presumiblemente por error, un rayo de esperanza. Una mujer alemana
lleva dieciséis años viviendo sin dinero. Dejó su trabajo de funcionaria y
empezó una vida ajena a las primas de riesgo, las obligaciones fiscales y las
vicisitudes de los mercados financieros. Fue una
liberación, confiesa. Pasa el mismo hambre que nosotros, pero es dueña de
su dignidad.
Como ya avisó Ernesto Sábato, al parecer la
dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización.