lunes, 22 de octubre de 2012

El hombre del traje gris


El otro día descubrieron a un hombre que llevaba quince años muerto. Tenía el pijama puesto y estaba acostado sobre la cama de su casa, a la que los servicios municipales accedieron por casualidad tratando de solucionar unas filtraciones de agua denunciadas por una vecina.

Vivía en una casa en Lille, al norte del país, y era español. Se llamaba Alberto Rodríguez y habitaba el mundo en una burbuja de soledad tan descomunal que solo la casualidad le ha devuelto al recuerdo. Nadie le echó de menos, nadie le lloró. Ha pasado quince años en silencio y ahora, repentinamente devuelto a la actualidad ha cobrado más notoriedad de la que nunca tuvo en vida. Ha sido precisamente el anonimato de su existencia, exhibido en el mudo letargo de su despedida, la causa que ha forjado el interés por este protagonista, intuimos que involuntario, de esa incomunicación.

Su muerte no desató ninguna reacción. Probablemente hasta habrá seguido recibiendo regularmente su pensión en el banco, a donde habrán sido girados los recibos de luz, agua e impuestos de la casa que tenía en propiedad. Es decir, que su vida ha seguido sin él. Quizá porque ya estaba muerto en vida, ya que para el estado somos ciudadanos, no personas, y seguimos vivos mientras paguemos regularmente nuestros impuestos.

Esta es la historia del hombre del traje gris, en cuya anónima historia hurgan ahora sin pudor los investigadores para despejar la incógnita de quién fue y porqué nadie le añora. Toda su intimidad celosamente preservada en esa soledad está ahora expuesta como un escaparate a la policía, los vecinos y los periódicos, que quieren construir su historia triste.
Aunque quizá se forjó el destino a su antojo. Y quizá amó y fue amado con todo el ardor del que fue capaz, a lo mejor fue extraordinariamente dichoso conociendo, compartiendo. Tal vez la vida le llevó a donde tantas veces había viajado con la imaginación.

Dicen que la soledad es un infierno para los que intentan salir de ella. Pero también felicidad para quienes se esconden en ella.
Montesquieu decía que queremos ser más felices que los demás, pero eso es muy difícil porque siempre les imaginamos más felices de lo que son. Tal vez también cometemos el mismo error con la tristeza y la soledad.