Mi
amigo Regino suele pasear con sus perras cuando la noche vacía las calles y
solo suena el silencio en Santander. Aquella noche no fue una excepción. Pero
si fue una noche diferente. Se olvidó las llaves y se quedó sin batería en el
móvil. ‘Me tuve que pasar la noche paseando. Estoy molido’, nos confesó al día
siguiente a través de una red social.
Pero la
noche en blanco de Regino ha cambiado la ciudad. Abrigado por un cálido abrigo
sobre un jersey gris de cuello cisne rematado con una bufanda, cerró tras de sí
la puerta de su casa con un enérgico ademán y apresuró el paso por la escalera
persiguiendo a sus niñas, impacientes por conquistar el parque. La rutina de
este acostumbrado paseo a la luz de la oscuridad de la noche quedó quebrada
cuando descubrió que se había olvidado las llaves de casa. Casi al mismo tiempo
sacó el móvil del bolsillo y comprobó con estremecido abatimiento que apenas
tenía batería. Intentó marcar un número de su agenda pero el teléfono se apagó.
Y, sin móvil, toda esa ingeniería de la ciudad inteligente se demuestra
completamente inútil. Nada puede hacer Santander por ti.
Miró el
reloj, apenas era la una de la madrugada. Ni siquiera calculó las horas que
restaban al amanecer. Regino siempre viaja con su propia energía, que son las
palabras, por lo que simplemente buscó asiento en un banco, abrió el libro que
esa noche llevaba bajo el brazo y se entregó a sus páginas. Cambió de postura
varias veces, e hizo algunos paréntesis para acariciar y jugar con las perras que
reclamaban su atención. Hacía frío. En el banco de aquel parque cercano a la
playa los dedos deslizaban con dificultad las hojas, entumecidas por el crudo
aliento del mar que absorbía la templada calidez de la noche y expulsaba, en
cada acometida a la arena, una corriente húmeda que penetraba con insolencia
hasta los huesos.
En
lugar de presentarse de improviso en casa de algún familiar o amigo se sacudió
el frío caminando, con absoluta indiferencia hacia la situación que, lejos de
percibir como un inconveniente, transformó en la ventaja de prolongar su paseo
diario.
Caminó
perseguido solo por el eco de sus pisadas sobre la acera, por una ciudad
desierta. Concentrado en sus pensamientos apenas levantó la cabeza para saludar
a los escasos habitantes nocturnos con quienes se cruzó. Taxistas sin clientes,
ciudadanos sin hogar envueltos en cartones, escasos noctámbulos empedernidos a
la frustrada búsqueda de un local abierto, conductores de cacharros de limpieza
tan ruidosos como inútiles. Gatos que cruzan la calle, alguna ventana prendida
donde habita un desvelado.
Aún
quedan encendidas algunas luces de navidad que dan un aspecto triste a esta
ciudad triste, que solo se reconoce en el vanidoso espejo de su bahía. Solo el
viento, a estas horas gélido, suena más que el silencio.
Sus
pasos le ha conducido hasta el extremo de la ciudad, hasta el parque de Las
Llamas. A la vera del mar que escupe frío el peregrinaje nocturno le agota y decide
regresar al centro por la atalaya del paseo Menéndez Pelayo; los árboles le
protegen de una intermitente llovizna que complica las horas que le quedan a la
intemperie y que, en el fondo, son un delicioso espacio de silencio y
reflexión.
Cuando se acerca al final del paseo se cruza con un chaval de apenas quince años que lleva bajo el brazo un elfo verde de cartón piedra con los pantalones por las rodillas. Entonces los pasos de Regino se apresuran hacia la plaza de Pombo. Ahí está. La casita de Laponia. El refugio perfecto para esta noche de aguacero. Abre la portilla y atraviesa el jardín en el que otro gnomo verde pesca un salmón azul en un lago diminuto. Empuja la puerta y se instala con las perras en la diminuta morada de Papa Noel, hasta que la lluvia desiste de empapar Santander y comienza a quebrarse la oscuridad con el alba.
Cuando se acerca al final del paseo se cruza con un chaval de apenas quince años que lleva bajo el brazo un elfo verde de cartón piedra con los pantalones por las rodillas. Entonces los pasos de Regino se apresuran hacia la plaza de Pombo. Ahí está. La casita de Laponia. El refugio perfecto para esta noche de aguacero. Abre la portilla y atraviesa el jardín en el que otro gnomo verde pesca un salmón azul en un lago diminuto. Empuja la puerta y se instala con las perras en la diminuta morada de Papa Noel, hasta que la lluvia desiste de empapar Santander y comienza a quebrarse la oscuridad con el alba.
Ahora
Regino se despereza y se mueve con rapidez. Se dirige con decisión hacia el
centro deteniéndose a cada rato solo lo necesario para cumplir su misión. No
sabe andar en bicicleta, pero toca el piano. No queda por tanto más remedio que
seguir a pie. Visita a Pepe Hierro frente a la contaminada arquitectura del
Marítimo. Llega hasta Cuatro Caminos, baja hasta la Marga, explora después
Cazoña y La Albericia. Se pierde en la complicada geografía urbana de la
Avenida de los Castros y General Dávila. Se deja caer por Entrehuertas, esa
destartala arquitectura urbana que siempre se esconde en los folletos
turísticos.
El sol
deshace el hechizo de sombra y la débil luz de un amanecer gris despierta la
ciudad. Ya ha llegado la hora de entrar a trabajar; Regino se acerca a su
oficina para recuperar otro juego de llaves de su casa y dejar descansar a las
perras, exhaustas por esta peculiar noche en blanco.
Pero el
despertar de la ciudad deja rostros de estupefacción y sorpresa colectiva, la
gente sonreía en los semáforos, los conductores circulaban con menos prisa que de
costumbre, quienes esperaban el autobús conversaban entre ellos con peculiar
regocijo, los barrenderos estaban asombrados, los niños lanzaban chillidos
alegres camino del colegio. Y la gente alborozada se asomaba a las ventanas,
salía de los portales fascinada con el extraño espectáculo. Eufóricos,
animados, exultantes. Los habitantes de la ciudad gris se habían transformado
esa mañana, sin necesidad de smartphones,
de sensores, ni realidades aumentadas.
Santander
amaneció llena de poesía. Versos sueltos quebraban el paisaje gris, pintados en
las lunas de los bancos, entre las líneas de los pasos de cebra, rodeando las
ventanas más cercanas al suelo, asaltando las aceras, trepando por las paredes
de los edificios, en las sábanas tendidas del primer piso de una casa de San
Simón, alegrando las señales de tráfico, mancillando las fachadas de los
edificios oficiales, tiñendo de júbilo los muros.
Santander
amaneció envuelta en palabras. Donde
penas y dichas no sean más que nombres, se leía en la pared del Parlamento.
Donde habite el olvido / en los vastos
jardines sin aurora, susurraba Cernuda prendido en un muro de la cuesta de
la Atalaya. Déjame que te hable también
con mi silencio, se leía en las aceras de la calle del Martillo. No te quedes inmóvil al borde del camino,
recordaba Benedetti desde una ventana del extrarradio. Mis miradas te
cubren como yedra / eres una ciudad que el mar asedia, apareció rotulado en la playa de la
Magdalena. Lo que pasó no fue
pero está siendo / y
silenciosamente desemboca / en
otro instante que se desvanece, leían los estudiantes de la Facultad de
Derecho. Cae o cayó / la lluvia es una
cosa / que sin duda sucede en el pasado, recitaba el asfalto de la cuesta
del Gas. Somos el tiempo que nos queda,
proclamaba Caballero Bonald desde la fachada del Banco Santander.
Y los versos de Pepe Hierro viajan en autobús por la
ciudad. Y yo busqué en los álamos mi vida
/ y al no encontrarla la creí perdida / y estaba aquí, al alcance de la mano.
Y así fue como Regino Mateo hizo que llovieran
versos sobre Santander, y los dibujó en los muros y las aceras con la tiza de
sus sueños. Aquella noche en que las palabras conquistaron la ciudad.